Seguramente la piyoya fue el último vestigio viviente de un tiempo que mucho caspolinos solo llegamos a conocer por referencias. Un Caspe sepia, mal iluminado y austero, con calles embarradas, ricos, pobres y lentos carros tirados por caballerías. De ella se decían muchas cosas, que si en realidad era rica, que si era bruja, que si estaba loca, que si sus hijos no querían saber nada de ella. Podías verla en cualquier calle manejando torpemente su escoba. Sus ojos negros, sus largas vestimentas negras, sus alpargatas negras, sus manos negras, sus medias negras, su pañuelo negro. Seguramente tendría menos años de los que aparentaba.
Más que respeto, los niños le teníamos autentico miedo. Huíamos de ella, la zaheríamos continuamente, escapábamos, veloces, riendo como hienas histéricas,cuando hacía ademán de golpearnos con el tosco mango de su escoba. Nos divertían sus insultos y nos aterrorizaba su presencia en las calles. Muy a su pesar, se convirtió en alguien famoso.
La piyoya encajaba en el arquetipo de las pinturas negras de Goya; en la iconografía típica de los ciegos, lazarillos, pícaros y celestinas de la tradición literaria española; en la galería de tópicos cinematográficos de la factoría Disney. Caspe ya no era tan sepia y austero como para asimilar aquella presencia llegada de un pasado que creíamos haber superado definitivamente.
Recuerdo la que creo que fue su última morada, muy cerca de la calle Mayor, al final del callejón de los Mártires. Hoy la casa ha sido derribada y apenas quedan unas piedras en pie. Pocos serán los que recuerden quien vivía allí. Pocos serán los que recuerden quien era la piyoya.