Retirada de las placas en Caspe: ¿punto y final a la larga sombra del franquismo?

A los del gremio de la historia muchas veces nos traiciona el subconsciente; más allá del interés artístico de castillos, iglesias, palacios u obras de arte, pensamos en la época en la que se erigieron, en qué circunstancias, en sus distintos usos, o en sus remodelaciones como productos de un periodo concreto. En definitiva, reflexionamos sobre el porqué del lugar.

En mi ciudad, Caspe, hay un monumento que no destaca por su belleza artística. De hecho, es más bien tosco, feo, y desentona con las paredes pétreas que lo sustentan. Pero su fuerza histórica, la carga que desprende su significado, es excepcional. Me refiero a las placas con los nombres de los “caídos del bando nacional”.

Las placas están ahí porque quienes rigieron el país durante casi 40 años, los que ganaron la Guerra Civil, no tuvieron ninguna intención de pasar página. Los franquistas y “sus mártires” fueron los buenos. Las demás víctimas, los casi 50.000 ejecutados tras el 1 de abril de 1939, los represaliados, los encarcelados, los que huyeron y ya nunca volvieron a su país, se convirtieron en despojo, desprecio, olvido. La dictadura franquista nunca dejó de saborear su victoria en la guerra. Lo dejó perfectamente claro a través de celebraciones públicas alegóricas, fechas conmemorativas, la manipulación de la educación, o el uso poco conciliador de los espacios públicos.

Varias veces he tenido la ocasión de contar esto en un lugar tan emblemático como la pared sur de la iglesia parroquial. Allí, junto a las placas con los nombres de los “Caídos por Dios y por España” se palpa la historia. Por eso una parte de mí quiere que se queden donde están. Ahora bien, debidamente contextualizadas, acompañadas de un panel explicativo que cuente la manera tan particular del franquismo de dejar atrás la guerra.

Pero otra parte de mí piensa de un modo distinto. El árbol de la pasión por la historia no me impide ver el bosque que forman la razón y los sentimientos.

Los dictados de la razón dicen que no es de recibo que se recuerde solo a una parte de los muertos en la guerra. Nos lleva también a cumplir la ley, en concreto la 52/2007 que en su artículo primero deja bien claro que entre sus objetivos se encuentra: “suprimir elementos de división entre los ciudadanos, todo ello con el fin de fomentar la cohesión y solidaridad entre las diversas generaciones de españoles”. Sigamos razonando: el 27 de julio de 1983 el Ayuntamiento de Caspe aprobó en sesión plenaria la retirada de las placas donde constan los nombres de los caídos “nacionales”. Sin embargo, el consistorio socialista, ante el revuelo formado en aquel pleno, nunca se atrevió a dar el paso y las placas han continuado ahí durante 32 años (si bien recientemente aprovechando la restauración de la puerta anexa se eliminó la mayor parte de la simbología franquista). Escudo preconstitucional en las placas

Vayamos ahora con la parte de los sentimientos. Durante décadas, días antes del 20N -el Día del Dolor, se repetía una liturgia sobrecogedora: varios “rojos” eran requeridos en el Ayuntamiento. Su paso por la cárcel tras la guerra no había bastado porque todavía debían seguir purgando sus culpas. Les obligaban a subir la calle Mayor y, pertrechados con cubos y fregonas, les llevaban hasta las placas de los mártires de la “Cruzada” para dejarlas limpias como la patena. El 20 de noviembre la escenificación franquista llegaba a su cenit con los gerifaltes del régimen recitando discursos ante la presencia de numerosos caspolinos, niños incluidos (obligatoriamente, claro). El ritual terminaba entonando el Cara al Sol. La parafernalia se repetía anualmente todavía a finales de los sesenta. Por eso empatizo perfectamente con los hijos de aquellos a los que obligaban a limpiar las placas y hace años que no quieren ni verlas. Por eso entiendo bien que todavía hoy algunos de aquellos niños se estremezcan al recordar las obligadas visitas al monumento y los cánticos falangistas brazo en alto. Por eso opino que quizá lo más acertado sea quitarlas de ahí y ubicarla en el Cementerio Municipal -donde reposan los restos mortales de buena parte de los que figuran en ellas-, o, mejor aún, guardarlas hasta exponerlas en un futuro museo sobre la historia local.

Inscripción en monumento plaza Ramón y CajalEl pasado 25 de noviembre el grupo municipal Aragón Sí Puede presentó una moción en la que pedía, nada más y nada menos, que se cumpliera la ley. Junto a sus votos y los de PSOE y CHA la moción salió adelante. Sin embargo, el PP, como viene siendo habitual a nivel estatal, votó en contra de la retirada de las placas y símbolos franquistas, no solo de la iglesia, sino también de la plaza Ramón y Cajal. Alegaron que en Caspe había cosas mucho más importantes por hacer (totalmente de acuerdo con ustedes, pero no confundamos a la gente: a ver si va a resultar que quitar las placas es, como se dice aquí, “la obra del Pilar”).  A los populares se les llena la boca con la palabra Democracia, sin embargo se niegan a eliminar símbolos impuestos por una dictadura que se llevó por delante a un gobierno legalmente constituido. No conforme con votar en contra, la portavoz popular espetó que Aragón Sí Puede buscaba “su minuto de gloria” y, en un sospechoso desliz, calificó de memoria “histérica” a la Ley de la Memoria Histórica. Prefiero morderme la lengua. El PP justificaba su negativa alegando que habría que hablar con las familias de los muertos inscritos en las placas, a ver qué opinaban al respecto. Los peperos no han entendido nada: esto no tiene que ver con los muertos que constan en la relación, contra los que no se tiene aquí nada, sino con la Dictadura que perpetuó la guerra durante 40 años y despreció al vencido. El franquismo utilizó a “sus” muertos, porque no todos fueron “mártires de la Cruzada”: a varios de los que figuran en las placas los mataron no por sublevarse ni empuñar las armas, sino tan solo por ir a misa o ser de derechas. Otros murieron en el frente al que se vieron obligados a acudir cuando los llamaron a filas. En cualquier caso, las placas con todos esos nombres  llevan tres cuartos de siglo a la vista de varias generaciones de caspolinos mientras la relación de los “otros” muertos no luce en ningún lugar. Espero que algún día la derecha española termine de soltar amarras con la dictadura y entiendan que el absoluto desprecio del franquismo para con el vencido, debe ser reprobado por todos los demócratas. También por ellos.

El primer paso ha sido dado. Ahora solo falta que el arzobispado de Zaragoza –propietario del edificio-, esté a la altura de las circunstancias y permita retirar las inscripciones.

Después de ese día habrá que seguir trabajando porque queda aún mucho por hacer. Hasta que este país no saque a sus muertos de las cunetas (la ONU sigue tirando de las orejas a España por este asunto), hasta que no despojemos a nuestras ciudades y pueblos de todos los símbolos autoritarios y de división, hasta que no seamos capaces de mirar cara a cara a nuestro pasado, hasta entonces las heridas de la guerra seguirán abiertas. Es falso que quitar unas placas sea abrir viejas heridas cicatrizadas. El régimen de Franco se ocupó de que no cauterizaran, porque su legitimidad de origen estaba en la fractura entre vencedores y vencidos, y lo hizo precisamente sembrando el país de placas, monumentos, inscripciones y otros mil recordatorios. Mientras sigan ahí, seguirán reproduciendo simbólicamente aquella fractura, la de buenos y malos españoles, que sufrieron millones de compatriotas, miles de bajoaragoneses y cientos de caspolinos. No es historia lejana. Es vergonzante metáfora de una dictadura aún cercana y de una transición de componendas. Corregirlo no es reabrir heridas, sino contribuir a cerrarlas. Apliquemos medicina democrática. Practiquemos una buena cura y acabemos así con el virus del franquismo y de la división cuya sombra aún proyecta sobre nuestras calles y pueblos.

Amadeo Barceló

Fotos: Álvaro Villa

Placas Caspe

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