Hoy me han preguntado por la Plaza Ramón y Cajal, si me gustaba, cómo había quedado .
Lo primero que he recordado es aquél profesor que preguntó a un alumno que le hablara del amoniaco el alumno sin pensarlo respondió: “es un líquido incoloro, insípido y que huele bien”, el profesor un tanto perplejo sacó una botella que contenía el líquido y abriéndolo se lo tendió al alumno para que oliera su contenido, el alumno sin inmutarse contestó: “pues a mi me gusta”.
¡Pues bien!, a mi me pasa como a ese alumno, pero con la plaza, “a mi me gusta”.
Recientemente alguien me dijo que habían ido nueve personas a ver y analizar el monumento y las obras, todos coincidieron en que era poco menos que horrible, y ello me trae al pensamiento ese anuncio de un dentífrico que dice:” nueve de cada diez dentistas consideran que es el mejor”, ¿ y el que hace diez, qué opina?.
Llegados a este punto habrá que hacer alguna consideración, ¿gustaba la anterior plaza?, me da la impresión que era de esas que para las gentes caspolinas y visitantes pasaba desapercibida, es más me atrevería a decir que pocos conocían el significado de un monolito culminado por una forja con dos ángeles descabezados.
Y menos todavía que hubiera una inscripción dedicada a los “mártires de la cruzada”, ¡yo entre ellos!
La plaza en cuestión bajo la advocación civil de Santiago Ramón y Cajal, tenía una especie de añadido que nada tenía que ver con el insigne médico y premio Nobel, además se hacía bueno aquello de que los árboles no dejaban ver el bosque.
Pues bien, le llega el turno de “apañar” la plaza, y se opta por reproducir una maqueta de un artista caspolino, José Suñé, realizado en la década de los ochenta del siglo pasado, darle a la plaza el sentido que debía tener, recordar al insigne científico español, nada que objetar.
Néstor Fontoba