Nací en Caspe en 1931. Mi padre era maestro y se llamaba Salvador Giménez Sanagustín. Era natural de Zaragoza. Mi madre había nacido en Caspe, también era maestra, y se llamaba Encarnación Menor Poblador. A mi padre lo fusilaron los llamados “rojos”, cuando yo tan sólo tenía cinco años de edad, en julio de 1936. Apenas tuve tiempo de conocerle. Durante la República, el hermano de mi madre, Mariano Menor Poblador, había militado en Unión Republicana desempeñando el cargo de Gobernador Civil en distintas ciudades. Soria, Castellón, León, Zaragoza y Pamplona. Fue precisamente en esta última donde le sorprendió el Alzamiento de los llamados “nacionales”. Salvó la vida escapando de Mola a la vecina Francia. Murió en el Principado de Andorra, debilitado, triste y casi en soledad en 1947.
A pesar del triste destino que arrastraba mi familia, no recuerdo los años de mi infancia y juventud como especialmente oscuros o dolorosos. Dentro de lo malo, yo era hija de un mártir y encontré más facilidades para salir adelante que otras niñas que, como yo, también habían perdido a sus familias pero eran “rojas”. Tampoco mi madre, golpeada como se ha visto por la saña de las dos Españas, nos inculcó el odio y el rencor que con demasiada frecuencia lo invadía todo. Recuerdo, pues, con cariño aquellos años de juegos, canciones, paseos con las amigas, y difusos sueños de futuro tutelados por la propaganda de la Sección Femenina. Después vino el Bachiller en un internado en Zaragoza y los estudios de Enfermería. Pertenezco a la primera promoción de enfermeras de Aragón.
En Septiembre de 1956 yo tenía veinticuatro años. Llevaba casi dos trabajando en el recién abierto Ambulatorio de Caspe. Vivía con mi madre y con mi hermana melliza, Ana María, en un piso de la calle Mayor y tenía lo que se podría llamar un novio formal. Aprovechando unas cortas vacaciones, viajé a Tarragona con la intención de pasar unos días en casa de un matrimonio amigo de la familia. De aquellos días recuerdo lo mucho que me impresionaron los vestigios romanos que albergaba la ciudad. Ah! Roma!, suspiraba yo mientas contemplaba medio asustada aquellas ruinas imponentes. Llegado el día de regresar a Caspe, fui fácilmente convencida por mis anfitriones para posponer veinticuatro horas mi viaje. Así lo hice sin sospechar la trascendencia que aquel gesto aparentemente inocente habría de tener en el resto de mi vida.
Recuerdo que la tarde en que emprendí la marcha recorrimos el andén de la estación hurgando en los vagones en busca de uno en el que pudiera viajar una señorita sola. Hubo suerte. Hallamos un compartimento casi vacío en el que un señor entrado en años de apariencia respetable y un cura anciano esperaban en silencio. Me apropié de uno de los asientos vacíos y muy lentamente el convoy se puso en marcha.
Apenas pasaron unos segundos cuando varios jóvenes irrumpieron en el compartimento. Entre risas y expresiones en una lengua que en un principio no conseguí identificar ocuparon los sitios que quedaban libres. Recuerdo perfectamente el primer pensamiento que atravesó mi mente: “Parecen actores de cine”. Yo estaba acostumbrada a la tosquedad de los chicos de Caspe, a sus trajes de rayas, a que nos trataran como si fuéramos objetos llegados del espacio exterior. De aquellos extranjeros me impresionaron sus ropas coloridas y sus bellos rostros bronceados; la espontaneidad de sus gestos y el aplomo de sus voces. En realidad su sola presencia desprendía una sincera y contagiosa alegría de vivir.
Sabido es que los italianos son por naturaleza galantes y en ese sentido mis compañeros de viaje encajaban a la perfección en el estereotipo que todos conocemos. La presencia de aquel señor de apariencia respetable y de aquel cura anciano no les impidió someterme a todo tipo de requiebros y atenciones antes incluso de que el tren abandonase la estación. “Signorina, signorina”. Recordemos que corría 1956 y que yo era la típica señorita española, soltera, educada en los más tradicionales valores. Resultaba del todo impensable que pudiera responder con cualquier tipo de gesto a aquellas provocaciones. Mi postura de férreo rechazo se veía reforzada por el desconocimiento absoluto del idioma. Pero uno de ellos hablaba español con cierta soltura y se dirigió a mí en un tono educado a la vez que divertido y aunque el señor de apariencia respetable y el cura anciano seguían ocupando sus asientos como un recordatorio permanente de lo que se esperaba de una señorita como yo, era imposible resistir durante todo el trayecto a aquella desbordante fuente de energía positiva.
Me explicó que formaban un grupo de amigos que viajaban de Barcelona hasta Cádiz en donde tenían la intención de embarcarse en el buque “Cristoforo Colombo” de vuelta a Roma, la ciudad de la que eran todos originarios. Por el camino, estaba previsto que visitaran Madrid, Córdoba, Granada y Sevilla. Era evidente que tenían educación y aquello que por entonces llamábamos “mundo”. Resultaba agradable sentirse el centro de atención, saberse admirada. Ya he explicado que por aquel entonces yo no era más que una señorita preparada desde la cuna para ejercer como tal en una sociedad profundamente tradicional. Supongo que resultará sencillo disculpar mi debilidad, mucho más si se tiene en cuenta que en aquella época todas habíamos podido disfrutar las aventuras de Audrey Hepburn y Gregory Peck en “Vacaciones en Roma” y que el mito romántico italiano había alcanzado su apogeo máximo.
A medida que la conversación progresaba, gracias a los buenos oficios del improvisado traductor, me fui dando cuenta no solo de lo a gusto que me encontraba en su compañía sino de que uno de aquellos chicos era tremendamente guapo. Con todo disimulo intentaba observarle mientras charlaba cada vez más animadamente con sus compañeros. En un momento de la conversación, no recuerdo a cuenta de qué, pronuncié la única palabra italiana que conocía: “spaghetti”. Todos rieron, cómplices, y el chico guapo aprovechó la ocasión para rogarme que le diera mis señas. Se ofrecía a enviarme una caja de auténticos spaghetti romanos cuando volviese a su casa. Su familia era propietaria de una fábrica de pasta. No recuerdo bien cuanto tardé en ceder a sus pretensiones pero lo hice. No debiera haberlo hecho pero lo hice. Actué en contra de los principios que me habían inculcado. Supongo que obré mal. Bueno.
Recuerdo ahora con suma nitidez la llegada del tren a la estación de Caspe. Ya era de noche y mi madre y mi hermana esperaban junto a las vías. Yo bajé del vagón escoltada por mis nuevos amigos. Por unos instantes aquel triste andén plagado de carbonilla, pañuelos de hato y maletas de cartón ceñidas con cuerdas de esparto pareció iluminarse intensamente. Recuerdo que el tren se fue desvaneciendo en la lejanía camino de Zaragoza y con él aquella luz misteriosa que probablemente solo yo supe percibir ¿Cómo voy a olvidar las explicaciones que tuve que dar tanto a mi madre como a mi hermana acerca de aquellos ruidosos acompañantes? ¿Cómo olvidar la amargura que me invadió cuando me vi obligada a aceptar que nunca volvería a verlos?
El chico guapo de la camisa rosa, el mismo que se había ofrecido a suministrarme los mejores spaghetti del Lazio, se llamaba Dante D’Angelli Micarelli. Lo supe a los pocos días. Cuando recibí la primera postal remitida desde Madrid. Y fui sabiendo más cosas de él. A través de otra postal remitida desde Córdoba y de otra remitida desde Sevilla y de una larga y emocionada carta con sello de Roma en la que me decía que no había podido olvidarme ni un solo día desde aquella tarde alocada y en la que me pedía que me casara con él.
Casarme con un italiano mayor que yo con el que ni siquiera había mantenido una conversación propiamente dicha. Comprometerme con un extraño que vivía a dos mil kilómetros de distancia y del que apenas conocía el nombre. Aquello era más que una locura. Era impensable, ridículo. Chocaba con toda la escala de valores del mundo al que pertenecía. Atacaba a los cimientos de la educación que había recibido desde pequeña. Naturalmente le dije que sí.
Para mi madre fue un duro golpe. Es lógico. Solo consiguió tranquilizarse cuando, apenas dos meses después, aprovechando las vacaciones de Navidad, Dante se presentó en Caspe acompañado de su hermana mayor y de un sobrino. Digamos que la situación no era propiamente tensa pero sí poco convencional. La comitiva resultaba más que peculiar para los estándares del Caspe de la época. Para aquellos burgueses romanos, refinados y cultos, un pueblo como Caspe alcanzaba a ser poco más que una evocación de la triste realidad de las provincias del sur de Italia. Un lugar pobre y atrasado, cargado de un incomodo exotismo, pero no apto para la vida, al menos tal y como ellos la concebían. Para mi madre, aquellos burgueses romanos, adorables y educados pero quizás algo extravagantes, constituían la más seria amenaza de perder a un ser querido que concebir pudiera.
Porque lo cierto es que Dante y su familia eran distintos a todo lo que conocíamos. Disfrutaban de una posición económica más que desahogada, poseían inmuebles, fábricas de pasta, restaurantes de lujo y comercios en Roma, pero su extremada cordialidad les hacía resultar extrañamente cercanos. Eran sofisticados pero rehuían cualquier forma de afectación o esnobismo. Su elegancia parecía residir, más que en la lujosa factura de sus ropas y efectos o en su porte aristocrático, en la sincera naturalidad con la que se comportaban en todo momento y en todo lugar, en la afabilidad de su trato hacia todas las personas sin reparar en su origen social o su estatus económico o cultural.
Pronto dispusimos de la información necesaria para entender a la familia D’Angelli. Mi madre había puesto como condición para darme su consentimiento observar a Dante y a los suyos en su hábitat natural. Viajamos a Roma no mucho después de su visita a Caspe. Los acontecimientos discurrían con celeridad. Teníamos prisa por vivir juntos. Los D’Angelli vivían en el centro de Roma, rodeados de antiguos palacios y templos imponentes, en Piazza della Rotonda, en una bonita casa de cuatro pisos, en cuya fachada destacaba un inmenso fresco de la Inmaculada Concepción, ubicada a escasos metros de la puerta de acceso del majestuoso Panteón de Agripa. Todo resultaba idílico, casi irreal. Nuestra historia de amor parecía sacada de la mente de un guionista de Hollywood. Sin embargo la familia de Dante también sabía lo que era sufrir. La reciente guerra había supuesto la movilización de todos los hijos varones y la pérdida de buena parte de su patrimonio. Su ciudad, la Roma que tanto amaban, fue duramente castigada y muchos de sus amigos y familiares sufrieron en primera persona las sangrientas consecuencias del conflicto. Con diecisiete años Dante fue movilizado y enviado a la frontera norte de Italia. Se había librado de lo peor por su condición de miembro de menor edad de una familia en la que ya había demasiados combatientes. Uno de sus hermanos protagonizó una historia mucho más dramática con extraño final feliz. Enviado a combatir en las lejanas tierras de Abisinia, en una guerra colonial cuyas claves reales ni siquiera llegaba a alcanzar, su rastro se perdió con el final de la contienda en algún lugar de las altas mesetas africanas. Dado por muerto, los D’Angelli celebraron su funeral en aquella ciudad abierta y dolorida en la que soldados americanos patrullaban entre ruinas milenarias y desesperados ladrones de bicicletas intentaban salir adelante sin importar demasiado como. La madre de Dante murió convencida de que el cadáver de su hijo había sido pasto de las hienas o convertido en trofeo por una patrulla de soldados etíopes que celebraría así su victoria sobre los invasores fascistas. Murió sin conocer el paradero de su hijo, sin saber que las tropas británicas que liberaron Etiopía lo habían hecho prisionero y que, durante casi diez años, había purgado sus culpas en un batallón disciplinario acuartelado en algún remoto lugar de la India hasta que la fortuna quiso devolverlo al lugar del que nunca debió haber partido.
Me casé con Dante en 1958. La boda se celebró en Zaragoza. El banquete tuvo lugar en el Hotel Goya. Curiosamente, su propietario no era otro que aquel señor de aspecto respetable cuya presencia en el vagón en el que viajaba de Tarragona a Caspe debiera haber impedido que Dante, u otros tipos como Dante, entablara relaciones con una señorita respetable como yo. Tras la boda, me mudé a Roma. Dante era propietario de un garaje de coches ubicado en el centro de la ciudad que contaba con taller de mecánica, chapa y tapicería. Un negocio muy próspero. Prueba de ello es que en él se reparaban los coches de la Embajada norteamericana. Las cosas no podían ir mejor. Durante cinco años fui la mujer más feliz de la Tierra. Tenía mucho más de lo que nunca me había atrevido a soñar. Dante y yo éramos jóvenes, nos amábamos, no teníamos problemas económicos, vivíamos en una de las ciudades más fascinantes del planeta. Recuerdo las sesiones de ópera en las Termas de Caracalla y los lujosos restaurantes de la Vía Veneto frecuentados por estrellas de cine, aristócratas y vividores. Recuerdo el ruidoso mercado del Campo de’ Fiori, en el que mi cuñada tenía un comercio, y entre cuyos puestos me encantaba perderme. Pero sobre todo recuerdo la ligereza con la que se vivía en un país que, al igual que España, había padecido la lacra de una guerra reciente pero había conseguido superarla. Los comercios rebosaban de bienes que en España tardaríamos aún muchos años en disfrutar. Las parejas se besaban en los parques sin tener que someterse a aquel oprobioso recato que a los españoles se nos había impuesto desde la propia Jefatura del Estado. Recuerdo la ausencia de rencor, la libertad con la que todos se desenvolvían. Conceptos como “vencedores” o “vencidos” habían sido desterrados de cualquier discurso. El país parecía empeñado en mirar hacia adelante sin tener en cuenta lo que uno era o lo que uno pensaba. Recuerdo las elecciones, el bullicio con el que las diferentes ideas políticas se adueñaban del espacio público. “Votate a l’avocato Basile” bramaba un altavoz por las estrechas calles del barrio. Por más señas, el “avocato Basile” era nuestro vecino de escalera. Un personaje real, de carne y hueso, tangible, verdadero. Dante votaba al Partido Socialista, algo que a mí, sobreexpuesta a los perniciosos efectos de la propaganda franquista, me costó entender y que, con el tiempo, también acabé haciendo. A pesar de las dificultades, Italia, o al menos Roma, había decidido incorporar la idea de Democracia a su proyecto de vida en común y aquello, para una chica de veinticinco años educada en los valores del Caspe de la posguerra, era como respirar el aire de las cumbres después de haber permanecido décadas encerrada en un baúl sin aberturas.
Después vinieron cosas buenas y cosas malas. Vinieron tres hijos maravillosos. Pero también vino la muerte. Dante se fue precipitadamente en 1963 y yo preferí volver a España con mi madre y con mi hermana. Recibí el completo apoyo de la familia de mi marido, afectivo, también económico, pero tomé la decisión irrevocable de volver. Sabía que regresaba a un lugar peor que el que dejaba atrás. Daba por hecho que, después de aquella maravillosa experiencia, ya nada podría ser como antes, que me iba a costar mucho digerir la realidad de aquel país tan gris y tan injusto pero tenía muy claro que, sin Dante, mi sitio estaba en España. Lo que viene después es también largo y requeriría mucho más tiempo y espacio. Me instalé en Zaragoza, crié a mis hijos con la ayuda de mi madre. Volví a ejercer mi profesión hasta la jubilación. Vivo aún allí, rodeada de mis hijos y mis nietos. Soy feliz. Conservo el contacto con Caspe. Todos los veranos vuelvo a Italia y me reencuentro con Dante y su familia en las faldas de los montes Apeninos.
Hace unos días en una librería de Zaragoza reparé en un libro cuyo título me pareció curioso. “Ventajas de viajar en tren” de un tal Antonio Orejudo. Qué cosas.
Jesús Cirac