El señor menudito les sugiere un club de nostálgicos de Jane Mansfield, la exuberante actriz. A ese club sí que se apunta Ulpiano, tan bien dotada ella. Polonio se queda solo «y seguía lloviendo.»
Ya tenemos otro personaje: el tío abuelo Ulpiano. Labordeta se muestra consciente del juego narrativo que el diálogo con otro personaje puede proporcionar, y quizá por eso en el siguiente «Dedo en el ojo» (n.º 9) titulado «Yo, sigo» asoma su «tía Evelinda Susinos, viuda de Fernández García, es una de esas visitas obligadas que uno hace en las Navidades.[…] Durante varios días huyes de este compromiso social hasta que al fin, cogido por todos los ángulos y cercado por todas las voces, te decides a ir a la casona enorme de tu querida tía Evelinda, viuda de Fernández.» La renuencia de Polonio se debe a que su tía vive anclada en el pasado, concretamente en el 6 de junio de 1944, fecha en que murió su marido Natalio y que coincide con el desembarco de Normandía. Y solo habla de esa efeméride y del desembarco y de las tropas aliadas:
―Tía, los aliados ya no existen. El mundo ha dado muchas vueltas y yo, como tú y como todos, hemos cambiado.
―Yo no hijo, yo no. Yo, en mi seis de junio del cuarenta y cuatro.
En casa de la tía Evelinda nada se ha movido; el tiempo, obstinadamente, se ha detenido y esa invariabilidad es claramente perjudicial: se debe seguir el ritmo que marcan los tiempos, la historia. Por eso Polonio concluye, harto de tanta fecha fija, de ese empecinamiento trasnochado, «Pues yo sigo… mientras me dejen».
Polonio Royo muestra sin señalar, dice sin nombrar, tacha sin criticar; que cada lector extraiga sus conclusiones y las aplique como quiera, bien a los personajes que desfilen por las líneas de «El dedo en el ojo», bien yendo más allá, de lo particular a lo general. Es lo que puede hacerse con el siguiente artículo, «Testimonio de un náufrago» (n.º 10). En él se nos narra cómo «El mismo día que la empresa “Aluminios y Rodajes S.A.” cambió de Dirección y a mí me nombraron Jefe de Personal de Planta-Entreplanta-Sótano y Local, lo primero que hice fue repasar uno a uno los individuos a mi cargo.» Hay uno, Ceferino Sánchez, que se niega a abandonar su dependencia, situada en lo más hondo del inmueble; no sale para nada. ¿El motivo? Tras ser obligado durante años a permanecer encerrado, un día le dijeron que podía abandonar su puesto a su antojo, pero cuando iba a atravesar el umbral una voz dijo «cierren» y la puerta le machacó la mano; transcurridos unos años se repitió la historia, y esta vez la puerta, la segunda puerta, le machacó el pie. Polonio lo quiere convencer de que ahora es diferente, que puede salir y entrar libremente y sin castigo, que nadie se lo va a impedir. Ceferino no ceja, y cuando Polonio va a salir, en la tercera puerta, suena la voz y recibe un golpe tremendo en el rostro. Y ahora narra en su columna en Andalán por si algún día puede servir para algo, «cosa que ya empiezo a dudar». No parece muy descabellado intuir una soterrada crítica social, lógica en días de tijera censoria; señalar sin nombrar, usar la metáfora, hay que ser cuidadoso con lo que se dice.
Así ocurre en «Los tontos» (n.º 11). El término elegido para la metáfora es el circo; y cuando en el circo hay cambio de director no parece afectar a nadie (domadores, acróbatas…) salvo a los Payasos, los Tontos. Estos hablan, usan el idioma, hacen chistes que al anterior director hacían gracia pero que al nuevo no. Con el nuevo director han de tener cuidado y si los chistes de hoy no le gustan, volver al repertorio de ayer. Aun con todo, el público se desternilla pero el director no, permanece serio. Así que los Tontos tienen que cambiar sus chistes y lo que dicen se torna incomprensible para el público, hasta el punto de que este no se entera de nada y no aplaude. Los Tontos son despedidos del circo y tienen que cambiar de actividad: «Calixto, Carpe y Buzón / Tocan en un café cantante, / La armónica, la viola y el violón.»
En la segunda aparición del tío abuelo Ulpiano también palpita la crítica de la sociedad en la que Polonio vive («El parte», n.º 12). Ulpiano invita a Polonio a comer y mientras lo hacen escuchan el parte de noticias en un transistor. Ulpiano se siente un tanto alicaído. Él quería aprovechar y viajar por el extranjero, cosa que a Polonio le parece fenomenal, pero según el parte el mundo está fatal. Parece que la única solución que Polonio puede encontrar al problema es que su tío vaya a Málaga, a ver a la selección de fútbol. Una solución que quizá sea un tanto corta de miras, comparada con la ilusión de Ulpiano. Finalmente decide:
―Nada, me voy al extranjero. Al fin y al cabo ver una ciudad ocupada por los metalúrgicos, un debate político en Televisión, o ser testigos de los ataques de los laboristas a Heath, son cosas que no se ven todos los días y uno ya no anda en años para esperar.
Ya conocemos entonces a la tía Evelinda, al tío abuelo Ulpiano. El microcosmos de Polonio va tomando forma. También tiene amigos, y alguno que otro va asomando a «El dedo en el ojo», como Hermógenes («Papel de calco», n.º 13), con quien comentan el éxito de un programa televisivo dominical en el que la gente imita a famosos, lo que da pie a Polonio para hacer referencia a los colaboradores que tras algunos seudónimos escriben en Andalán (Conde Gauterico, Sixto Cámara o él mismo), aunque inmediata y paradójicamente lleve a cabo una curiosa afirmación de identidad: «También, y para dejar las cosas en su sitio, Polonio, el abajo firmante, es Polonio Royo Alsina, profesión sus labores, y no ese otro que dicen que soy.» No obstante, falta por ser presentado un amigo de Polonio que irá apareciendo asiduamente en «El dedo en el ojo»: Basilio, por sobrenombre el Ácrata, que no está mal como apodo en la Zaragoza de mediados de los setenta. La primera ocasión en que sabemos de él es en «Un chino en Formosa» (n.º 14-15, extra), artículo en el que se nos narra cómo recibe Polonio en su casa la visita de Li-Fu-Chi, que lloroso lo llama «ex-amigo» y le dice que deben despedirse, que se va a Formosa. ¿Por qué? Li-Fu le dice que ha salido en la prensa, aunque de todos modos se lo cuenta… al oído; así nosotros, los lectores, no sabemos qué le dice: de nuevo no se nombra explícitamente, sino que se sugiere, se deja intuir. Polonio llama al Ácrata y este le sorprende con la noticia de que Nixon ha ido a Pekín:
―Pero bueno ―le grité por el teléfono: ¿en qué mundo estamos?
―En éste. Ochocientos mil millones de chinos no se pueden tener olvidados.
―Si son comunistas, sí.
―También los comunistas comen naranjas.
No deja de ser otra muestra de la forma en cómo se dicen las cosas en estos artículos de «El dedo en el ojo»: se dejan caer en medio de diálogos que rayan en el absurdo y que el lector reordena para entresacar la crítica. A estas alturas ya conoce a Polonio, a su familia y amigos; ya sabe de su microcosmos particular y se ha integrado en él, si bien guardando la distancia del observador, del lector. Comparte la sorpresa de Polonio ante los acontecimientos que acaecen en la sociedad del momento y disfruta con sus ocurrencias, suyas y de los personajes que ahora ya conoce, y que a buen seguro busca quincenalmente en las páginas de Andalán. Ocurrencias como la del número 17 («Good-Bye mister Drof»): la tía Etelvina decide alquilar una vieja casona a los americanos ―a los de EE.UU.― para que instalen una central lechera, pero después del trabajo que conlleva trasladar todas las cosas de la casona al piso del centro de la ciudad, mister Drof, el americano le dice de buenas a primeras que se va mejor a Santander, lo que suscita un comentario de Emiliano, el marido de Dolores, la portera: «A estos, como en Vietnam.»
O una ocurrencia como la de «Le dernier tango a Pau», artículo en que cuenta cómo va con un amigo un tanto golfo a Pau a ver la famosa ―y prohibida en España― película de Último tango en París, aunque se encuentre con que precisamente ese día no la proyectan; o como la del número 28, en el que el título lo dice todo: «Polonio for concejal». Por de pronto el inicio de la columna es desconcertante, una parrafada muy grouchesca:
De súbito, se me despertaron mis latentes ganas de entrar en la política activa del País. Me apeteció participar en la participación, o pertenecer al sistema desde la participación cordial, o lo que es lo mismo, pertenecer a la participación desde el interior mismo de la parte participante. Concluyendo, de pronto me entraron unas enormes ganas de presentarme a concejal.
Parece, no obstante, un poco difícil que Polonio llegue a ser alguien en política; de hecho, casi podemos estar seguros de que como concejal no va a prosperar jamás, puesto que sus ideas sobre el bienestar social, su programa, no se asemejan a las propugnadas por los políticos al uso:
[…] imaginándome concejal de Cultura y Beneficencia, rodeado de poetas y mendigos, pintores y gitanos, “chansonieres” y ancianitos de la guerra de Cuba, grupos teatrales y “quinquis” de la nueva ola. Esto era lo que realmente me apetecía. «Haremos ―repetía en mis discursos pronunciados en el water de mi casa― una cultura crítica y una mendicidad axfisiante (sic). Llenaremos la ciudad de altavoces por los que los poetas repitan sus poemas con slogans como: “Dale tu mano al pobre, dale que te hará bien”. En cualquier punto de la ciudad habrá un escenario para hacer teatro, ópera y mimo. Llenaremos a los ancianos de dentaduras postizas, a los poetas de versos, a los quinquis de escaparates rotos, a los gitanos de cuevas y a los pintores de grandes espacios para pintar. Nuestra ciudad se convertirá, de pronto, en una especie de Amsterdam latino y cierzoso.» Y mientras tiraba de la cadena del retrete, escuchaba los gritos de mis partidarios llevándome en andas hacia mi sillón de concejal.
Finalmente, su tío abuelo Ulpiano lo hace volver a la realidad y le muestra su escaso futuro político, puesto que él no tiene detrás ningún grupo de presión. Por la noche rompe el cartel: «Polonio Royo Alsina, un concejal que ilumina». ¿Cómo no encariñarse con un personaje tan ingenuo y bienintencionado? ¿Cómo no identificarse con él, no asentir ante esas críticas soterradas y socarronas? Cierto es que hoy en día algunas nos parecen algo lejanas en el tiempo, pero otras… otras no han perdido ni un ápice de actualidad, siguen vigentes, aunque parezca mentira. Es lo que ocurre con la reivindicativa columna del número 36 titulada «Trasvasemos todos». Esta vez Polonio señala al tío abuelo Ulpiano como un hombre amante de lo suyo: del aceite de Valderrobres, del jamón de Frías de Albarracín, la fruta del Jalón, de veranear en Panticosa y del Ebro; amante de un río Ebro que él siente como su origen, su raíz. Por eso Ulpiano y Polonio meten el dedo en el ojo del trasvase de sus aguas a Barcelona. Y por eso Ulpiano, con esa socarronería ya familiar, le propone a Polonio el trasvase de Salou aquí, a los Monegros: «Y entonces, ¡hala! a la especulación, a vender terrenos a los alemanes, a los franceses y algún que otro de esos americanos que dicen que no hay aquí en Zaragoza, pero que viven debajo de mi piso, al menos uno que es sargento.»
Y una vez que se ha comenzado con un trasvase beneficioso para Aragón, podemos, por qué no, seguir trasvasando: un ala del Museo del Prado, la dedicada a Goya; un par de ministerios, un ala del museo Románico de Barcelona, los hippies de Menorca, etc. La otra solución es la que propone Polonio: dejar que el trasvase siga adelante y por el conducto ir a Barcelona y colonizarla, y luego traer aquí otra vez de vuelta el Ebro y Barcelona entera. Esa puede ser la única forma de regar los Monegros, según Ulpiano.
Como vemos, la crítica social y política late en cada línea de estos artículos, y además, ―aunque pueda parecer increíble― algunas de esas críticas, de esas reivindicaciones, tienen vigencia más de treinta años después: educación, trasvases contraproducentes, inflación («La estampida», n.º 37). Otros escritos no revisten tanta actualidad ―emotivo el dedicado a la revolución contra Oliveira Salazar en Portugal («¡Viva Spilonio!», n.º 41)―, puesto que están dedicados al Aragón y la España de la época (el fin de la prohibición de fundar asociaciones, que se refleja, entre otros, en «La I.D.A.», Izquierda Depresiva Aragonesa, n.º 44-45; algún entrañable menosprecio de playa turística y alabanza de aldea pirenaica: «El verano, el sol, el mar, tú… y seiscientos mil morenos más», n.º 48), aunque quizá a grandes rasgos extrapolables a nuestros días. Así por ejemplo, en «Mi tío Diluvionio» (n.º 42) Polonio narra la intromisión en un día apacible de un tío suyo alto y sobrecogedor, primo segundo de su padre, «rico en los años malos llevando aceite de un lado para otro del país, y negociando con chatarra.»
Según el tío Diluvionio los jóvenes no trabajan, solo se dedican a divertirse, al alcohol, la droga y el sexo. «Lo que os hace falta a vosotros es orden y respetabilidad. […] Estáis corrompidos. El masonismo, el judaísmo y el marxismo se ha infiltrado (sic) hasta en las mejores familias.» Un elemento conservador a ultranza que tras semejante invectiva expurga la biblioteca de Polonio:
Baroja: un rojo. Unamuno: un ateo. Wasserman: un judío. Chardin: un jesuita corrompido. Y más libros, más todavía, y fue tirando por el suelo libros de amigos que me habían regalado en nombre de los años escolares. Y detrás ―yo me encontraba aterrorizado por la histeria de mi tío― aparecieron ocultas mis dos revistas erótico nudistas dentro de un orden: Play-boy y Lui. Me las tiró contra la cara y gritó:
―También a ti te ha corrompido el oro de Moscú y la perniciosa masonería internacional.
Ridículo pero poderoso en su riqueza este tío Diluvionio; risible pero temible, anclado en el tiempo, en la época del diluvio, pero también actual tanto en 1974 como en los albores del siglo XXI por cuanto sigue habiendo reaccionarios y retrógrados.
Hemos visto cómo llega un momento en que Labordeta se ve necesitado de presentarnos a los seres más cercanos a Polonio, darnos a conocer a quines pueblan su universo personal. Es una posibilidad magnífica para desarrollar una forma de escritura mediante la cual el lector de «El dedo en el ojo» no solo podrá conocer la conciencia de Polonio, lo que este piensa, sino que además podrá asistir a sus diálogos con el Ácrata o el tío abuelo Ulpiano. Pero Labordeta decide ir un poco más allá e introduce otra forma de narración: la epistolar, el diálogo entre ausentes con todas las posibilidades que ese diálogo por carta brinda para la mostración de la realidad de Polonio. La primera carta aparece en los números extra de verano 20-21 (1-15 de julio de 1973, p. 7), tímidamente, como si de un ensayo o prueba se tratase. Lleva por título «Una carta familiar», y es una misiva que tía Etelvina envía a Polonio en la que se queja del derribo de las casas de la calle Aben Aire, lo previene contra las extranjeras si viaja fuera de España y lo invita a ir con ella de vacaciones.