Aleister Crowley. El hombre más perverso del mundo.

Aunque algunos de los rostros que allí aparecen solo puedan resultar conocidos para el público anglosajón de nivel cultural alto, lo cierto es que la célebre portada del Sargent Pepper´s Lonely Hearts Club Band de The Beatles ha acabado por convertirse con los años en algo parecido a un canon de la cultura pop del siglo XX. Bob Dylan, Karl Marx, Fred Astaire, Marlon Brando y Marilyn Monroe comparten espacio con Edgar Allan Poe, Lawrence de Arabia, Johnny Weissmuller, Tony Curtis o Marlene Dietrich. Si se fijan bien, en el ángulo superior izquierdo, justo entre el rostro barbado del gurú hindú Sri Yukteswar Giri y la voluptuosa Mae West, toparán con la mirada penetrante de un señor rapado y de cara ovalada que podría incluso recordarles al famoso “Dioni” pero que no es otro que Aleister Crowley. Y ustedes, que quizá no hayan oído hablar de Aleister Crowley, se preguntarán: ¿Qué ha hecho ese tal Crowley para aparecer en la portada más famosa de la historia del rock junto a actores, músicos, científicos y escritores? ¿Ha escrito libros famosos, ha creado teorías revolucionarias, ha dado a luz prodigios artísticos? Podría decirse que sí y también que no. Quizá no esté a la altura de muchos de sus compañeros de portada pero no puede negarse que fue un personaje único e irrepetible y, para bien y para mal, pionero en ciertos fenómenos que hoy no nos resultan demasiado desconocidos.

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Lo primero que hay que decir es que la notoriedad del personaje tiene mucho que ver con la fascinación que su vida y su obra despertaron en muchos músicos de rock. No solo en The Beatles. Quizá el mayor de sus admiradores rockeros sea el guitarrista de Led Zeppelin, Jimmy Page, famoso por sus veleidades ocultistas, que llegó a adquirir la mansión de Crowley, Boleskine House, junto al Lago Ness en Escocia, donde el grupo grabaría su aclamado Led Zeppelin IV (sí, sí, el de la supuestamente satánica “Stairway to Heaven”) y que quizá sea el mayor coleccionista de objetos y libros de Aleister Crowley en el mundo. Aunque poco conocido por estos pagos (bueno, Iker Jimenez le ha dedicado varios reportajes, aunque como suele ser habitual, poco rigurosos) lo cierto es que en el mundo anglosajón Crowley ha adquirido la condición de figura de culto y abundan los libros y documentales sobre su legendaria personalidad. Quienes se sientan atraídos por Crowley y quieran ampliar sus conocimientos con un estudio traducido al castellano, podrán hacerse con un voluminoso y carísimo ejemplar de “La Gran Bestia. Vida de Aleister Crowley” de John Symonds, editado magníficamente por Siruela hace ya algunos años pero todavía disponible en librerías.

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En realidad Aleister Crowley poco tenía que ver con el rock. Más que nada porque nació en 1875 y por aquel entonces las guitarras eléctricas no habían sido desarrolladas ni siquiera como concepto. El mundo de Crowley no era el de la cultura de masas, ni el consumismo, ni el pop, tampoco el de la juventud como clase social o el hedonismo como religión.  Su mundo era la profunda Inglaterra victoriana, un mundo de rígidas e inexpugnables diferencias sociales apuntaladas por la épica del Imperio, de emociones reprimidas y aguda mortificación religiosa. El hijo de un acomodado industrial cervecero, lector compulsivo de la Biblia, se sintió atraído desde muy pequeño por todo lo que su mundo se había encargado primorosamente de negar. Su iniciación a la vida consistió en una mezcla de viajes, lectura, magia, alpinismo al máximo nivel y partidas de ajedrez. Su carta de presentación: hacerse notar a toda costa. Cuando Crowley ingresó en el Trinity College de Cambridge, con veinte años recién cumplidos, dispuesto a completar sus estudios de filosofía, el mundo del que provenía ya había recibido poderosos ataques y sus cimientos mostraban peligrosas grietas. Darwin, Marx o Nietzsche habían dinamitado muchas de las certezas depositadas sobre la arena de la playa por dos mil años de cristianismo, el judío Freud trabajaba para señalarnos los peligros que acechaban en lo más profundo de nuestra mente. La propia existencia de un Imperio global, bien comunicado, había permitido que muchos jóvenes europeos de buena familia pudieran fantasear con los misterios de las religiones y los placeres de Oriente. Las grandes ciudades europeas bullían de sociedades secretas, masones, rosacruces y espiritistas. Madame Blavatsky había fundado la influyente Sociedad Teosófica el mismo año del nacimiento de Crowley. No es de extrañar, pues, que el cultivado y extravagante burguesito cambiase la disciplina y el aire reposado de Cambridge por la agitación espiritual de la Golden Dawn u Orden Hermética del Alba Dorada (curiosamente el partido fascista griego exhibe ese mismo nombre), sociedad que fomentaba el estudio de la magia ritual y el ocultismo y por la que, en un momento u otro, habían desfilado brillantes literatos como Bram Stoker, W.B.Yeats, Julio Verne, H.G.Wells, Gustav Meyrink o Arthur Machen.

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Pero los rituales de salón no podrían nunca colmar las ansias de alguien que había decidido que su vida sería un constante y permanente canto al exceso. Si algo caracterizó a Crowley fue su voracidad. Voracidad con las drogas, voracidad con el sexo, voracidad económica, voracidad con las personas que cayeron bajo su influencia, algunas de las cuales acabaron eligiendo el suicidio como vía de escape. Mientras prolongaba sus profundos estudios de las filosofías orientales, los rituales mágicos, la cábala, la alquimia, mientras escribía sin cesar, y viajaba por todo el planeta, Crowley fue adquiriendo la conciencia de que su misión era de mayor trascendencia. Una noche, en El Cairo, en estado de trance, su ángel de la guarda, Aiwass, le reveló el contenido del Libro de la Ley, su magna obra. Corría 1904, y aquella revelación marcaba el inicio del Eón de Horus en la Tierra, el que los adeptos de Crowley considerarían el primer año de la era thelemita. El Libro de la Ley formulaba el que sería el principio fundamental de la filosofía crowleyana: “Haz lo que quieras será la única ley”, la ley de Thelema, voluntad en griego.

Crowley ya tenía un mensaje trascendente que comunicar al mundo, una bandera. Sus vagabundeos, sus accesos de furia, los sablazos a amigos y conocidos con los que financiaba sus numerosos vicios y caprichos, todo estaba justificado porque Crowley a lo que había venido al mundo era a abrirles los ojos a los humanos a una nueva realidad espiritual que le había sido revelada, una nueva mística que mezclaba paganismo, orientalismo, antigua religión egipcia, alquimia, yoga y magia para superar la vieja moral cristiana y cuyas claves solo él conocía. Después de años y años de deambular precariamente por todo el globo metiéndose todo tipo de drogas y pasándose por la piedra a cualquier criatura que tuviera dos patas (se dice que también alguna de cuatro) Crowley vio llegado el momento de sedentarizarse, de fundar una verdadera iglesia en la que poder vivir con su rebaño. En 1920 alquiló una pequeña propiedad muy cerca de Cefalú, un hermoso y pintoresco pueblo de la costa norte de Sicilia. En aquella casa, todavía hoy en pie, y durante tres años, Crowley , junto a su esposa Leah Hirsig, su amante Ninette Shumway, su hijo y un variopinto grupo de iniciados, fundó la mítica Abadía de Thelema. Tanto la abadía, como su ley fundamental, habían sido en realidad creaciones literarias de François Rabelais incluidas en su Gargantúa y Pantagruel. La abadía funcionaba como una peculiar comuna regentada por Crowley en la que la única ley que regía era la de Thelema. Montañas de hachís, cocaína y opio, escaladas al peñón rocoso que custodia la villa, largas sesiones de magia sexual con todos y cada uno de sus discípulos, penurias económicas, baños en el mar, una vida demasiado extravagante tanto para los habitantes de Cefalú como para las autoridades. La muerte accidental de uno de los amigos de Crowley significó la definitiva orden de expulsión y la adquisición de una fama en Inglaterra que le hizo ser bautizado como “el hombre más perverso del mundo”.

Abadía de Thelema en su estado actual. 2011.
Abadía de Thelema en su estado actual. 2011.

El resto de su vida fue un eterno deambular por medio planeta a la caza de fieles que pusieran sus vidas, su sexo y, lo más importante, su patrimonio al servicio de la causa thelemica. Crowley murió en 1947 de muerte natural, obsesionado, empobrecido, solo. Había arruinado la vida de muchas personas, había escrito decenas de libros y había llevado exactamente la vida que siempre quiso llevar. Tras su muerte creció la leyenda. Se sobredimensionó su vida y su obra. El último gran mago, la gran bestia, fueron algunos de sus apelativos. De él se ha dicho que fue un gran satanista pero eso no es cierto. Podemos decir que Crowley fue el último de una estirpe de sabios fascinados por los saberes ocultos de la Antigüedad y el primero de los nuevos gurús que habrían de llegar bien avanzado el siglo XX con la fascinación por la libertad sexual, la experimentación con las drogas, las culturas alternativas y la vida comunal.

Como anécdota cabe decir que L. Ron Hubbard, el fundador de la Iglesia de la Cienciología fue adepto a una rama norteamericana de los seguidores de Crowley antes de decidirse a fundar su extravagante y lucrativa religión. Crowley pasó toda su vida buscando dinero, esa fue su gran obsesión, pero no fue capaz de vislumbrar las posibilidades económicas de su invento. Hubbard, y otros jetas como él, vio claro que el mercado espiritual cotizaba al alza en las modernas sociedades y supo rentabilizar las enseñanzas de su maestro. A su manera, Crowley, era auténtico, un bohemio, un verdadero romántico, precursor de los beatniks, de los hippies, de la contracultura, por eso, y a pesar de todo el daño que hizo a quienes lo trataron, sigue fascinándonos.

Hace unos años visité la isla de Sicilia en compañía de mi pareja. Nuestra última noche la pasamos en Cefalú. Llegamos en coche a mitad de tarde. Mi compañera tenía ganas de llegar al hotel para poder descansar de la paliza del viaje. Pero yo no dirigí el coche hacia el hotel. Cuando ella vio que nos metíamos por calles estrechas alejadas del casco urbano, sospechó que algo raro pasaba. Yo había localizado exactamente la ubicación de la Abadía de Thelema y aparqué el coche ante sus puertas sin demasiadas vacilaciones. Tuve que explicarle a mi compañera lo que estaba haciendo y, por supuesto, no le gustó. Ella estaba cansada y el lugar estaba demasiado apartado y desierto y unos perros encerrados en una propiedad cercana no dejaban de ladrar ni un segundo. Le dije que quería entrar y ver los frescos que Crowley pintó con sus propias manos para decorar las paredes de la casa. Bajo una lluvia de insultos me dejé caer por un terraplén lleno de pinchos. La abadía era una modesta construcción de un solo piso con las paredes encaladas totalmente rodeada de malas hierbas. Con considerable esfuerzo logré acercarme hasta el hueco abierto en una de las paredes. Tenía la intención de echar un ojo al interior. Pero no lo hice. No sé si fue debido a los ladridos nerviosos de aquellos perros o a los ruegos de mi compañera para que pusiera fin a aquella estúpida ocurrencia pero lo cierto es que a escasos dos metros de la entrada me di la vuelta. Quizá no quiera admitirlo y lo que realmente ocurrió fue que la presencia de Crowley consiguió amedrentarme, que tuve miedo a su maléfica influencia. Supongo que no tengo madera de thelemita.

Jesús Cirac

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Video bastante friqui sobre Crowley, Boleskine House y el Monstruo del Lago Ness. Subtitulado.

 

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