Algunas sugerencias musicales para la cúpula de Podemos.

Parece ser que, pese a todo, Emma Goldman nunca llegó a pronunciar la frase  por la que, paradójicamente, más se la recuerda: “Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”. Si bien en sus memorias, “Viviendo mi vida”, cuyo primer tomo acaba de editar Capitán Swing en España, la que fuera considerada como “la mujer más odiada de América” dedicó algunas reflexiones a la relación entre diversión y compromiso, entre ansia revolucionaria y “joie de vivre”. Judía lituana exiliada a los Estados Unidos, anarquista, feminista, pacifista, periodista, escritora. Dedicó su vida a la difusión de “la idea”, entró y salió regularmente de prisión, se decepcionó con la Revolución soviética, defendió ardientemente a la República española.

Lo cierto es que, sin poder haberlo previsto, Goldman se anticipó en señalar con el dedo uno de los grandes males que desde hace décadas aqueja a la “cultura hegemónica” de la izquierda española. Si en los sesenta España hizo el gran esfuerzo de intentar aproximarse a su entorno, al menos en lo que a música se refiere, la toma de control de la escena musical patria por parte de la progresía, ya entrados los setenta, no hizo sino apartarnos del carril principal y llevarnos a la vía muerta del muermo y el aburrimiento. De la sana velocidad que llegamos a alcanzar con “la moto” de Los Bravos pasamos a quedarnos sobadísimos “al alba” con el engrudo pseudointelectual de Aute y sus coleguis. De entender la música como acompañamiento de nuestros estados de ánimo pasamos a considerarla fuente inagotable de altas reflexiones, cuando no de profundo adoctrinamiento.

No divertirse parecía la consigna. Muchos de nuestros intocables edificaron sus largas carreras musicales sobre la huida permanente de cualquier tipo de consideración lúdica. Y a la gente le pareció bien. No puedo dejar de respetar a Raimon, Paco Ibañez o Serrat pero prefiero un millón de veces a MC5, ABBA o Earth, Wind & Fire. Me impresionan los poemas de Machado y de Miguel Hernández tanto como sus vidas castigadas y su imponente legado de dignidad y grandeza pero, si hablamos de música, prefiero minuto y medio de psicoterapia con los RAMONES que una lectura poética en el Olimpia parisino con una guitarra mal rasgueada de fondo. Los setenta inocularon en la escena musical española el virus de la profundidad y la trascendencia. Elevaron la tristeza a los altares del “mainstream”. Un monumental empacho producido por la ingesta descontrolada de chanson francesa, poesía española y folclore andino. Otro tren que se perdía en la noche. Nuestros vecinos corrían a tomar las calles y las pistas de baile seducidos por aires populares como la disco music, el punk, el reggae, la salsa o el funk, pero en España las nuevas élites culturales impulsaban su contrarreforma tridentina proscribiendo el ritmo y la melodía, deponiendo a la canción y entronizando al himno.

Es de suponer que esa es otra de las muchas perversiones heredadas del largo y gélido franquismo. Una extraña patología que nos llevaba a desear llorar mientras nuestros vecinos desparramaban. La “intelligentsia” española prefería el runrun mesetario de los olvidados Jarcha al rock and roll vigoréxico de los maravillosos Tequila. Por supuesto, mucho mejor Mercedes Sosa que Donna Summer; los Calchakis que la Fania All Stars. Y así nos ha ido desde entonces. De los ripios de Sabina, al cloroformo de Ismael Serrano. Del ultrasoporífero Alejandro Sanz al megasoporífero Pablo Alborán. Hoy, mirando hacia atrás sin ira, podemos disculpar a nuestros hermanos mayores o a nuestros padres por sus errores pero ¿Podemos y debemos disculpar a unos chavales de apenas treinta años en su reiterativa vuelta a la vieja iconografía musical de la progresía setentera? ¿Es lógico que una fuerza que irrumpe en política dispuesta a liquidar cualquier rastro de la llamada “casta” cierre sus actos públicos con los mismos viejos himnos que cantaron los miembros de esa “casta” antes de soñar siquiera con convertirse en “casta”?

Resulta difícil creer en la furia inconoclasta de Podemos atendiendo a la banda sonora que ambienta sus saraos.  “El pueblo unido” de Quilapayun o “L’estaca” de Lluis Llach retumban en la memoria sentimental de aquellos viejos jóvenes, también iconoclastas en su día, que fueron progres militantes antes de elegir convertirse en “casta” parasitaria y viejuna. Apuesto a que hasta una rolliza Dolores de Cospedal, nada “casta” por entonces, llegó a tararearlas a la sombra de un canuto adolescente liado amorosamente por su novio rojete de la facultad, por supuesto mucho antes de descubrir su verdadera vocación.

Hasta el innegable desparpajo intelectual de Pablo Iglesias palidece ante sus gustos musicales. Me animó un poco el mordisco que le arreó Monedero a Sabina, ese que canta, pero no tardó Iglesias en enmendar el error en la pantalla de la Sexta. Y por si no fuera suficiente la genuflexión ante el más genuino representante de la “casta” cultural española, a los pocos días el mismo Pablo Iglesias cantó a dúo con Krahe el mítico “Cuervo Ingenuo” con el que la progresía en pleno le retiró el saludo a Felipe González después de lo del tocomocho de la OTAN. Ni siquiera Iglesias acierta cuando mira al presente. Sabida es su querencia por Los Chikos del Maiz, un grupo con letras  a veces resultonas pero musicalmente vintage. Si tenemos en cuenta lo que escuchan sus líderes, Podemos se nos presenta como un verdadero enigma. ¿Quiénes son realmente? ¿Una emanación redentora del “Zeitgeist” tan chungo que nos ha tocado vivir o la enésima reencarnación de la progresía hispana de toda la vida? ¿La gloriosa comunión de todos esos jóvenes que vinieron a llevarse la vida por delante o el huevo de la serpiente de la “casta” que está por venir? ¿Prometeo robando el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres o un nuevo fasciculo del viejo mito del eterno retorno?

Terminaré tomándome la libertad de recomendarles tres temazos con los que creo que podrían cerrar sus próximas citas cortando de una vez por todas sus ligazones con la “casta”. “Capitalism stole my virginity” de The International Noise Conspiracy, por razones obvias. “El político neoliberal” de Pony Bravo, por razones obvias. “Quiero ser libre” de Los Chichos por ser una de las escasas manifestaciones culturales genuinamente “de clase” hechas en esta España tan castosa y casposa.

P.S. Pensaba cerrar este articulo con una imagen poética de Emma Goldman en pleno trance bailongo, girando y girando como un derviche, pero me ha venido a la mente aquel dúo formado por una morena y una rubia hijas del pueblo de Madrid llamado “Ella baila sola” y se me han revuelto las tripas. Dejémoslo así, pues.

Jesús Cirac

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