Traemos hoy al escaparate de El Agitador un libro que no es exactamente nuevo, aunque vuelve a la actualidad a propósito de su reedición en este 2012, 10 años después de su estreno. En su segunda edición (ligeramente ampliada) Canfranc El oro y los nazis, de Ramón J. Campo, viene a demostrarnos que Canfranc sigue despertando interés. Y no es de extrañar. Pero esta vez, no por la eterna reapertura del Túnel, que está más o menos igual o incluso peor que hace 10 años, ni por el destino final de la estación. Canfranc sigue en el candelero, además de por la línea férrea, porque lo de los nazis sigue siendo un temazo.
Voy a hacerles tres confesiones. La primera es que estoy afectado por el pecado nacional. La segunda, relacionada con la primera, es que le tengo “envidieta” a Jonathan Díaz (quien descubrió los papeles tirados en la propia estación). El asunto del wolframio (un mineral muy útil para la industria bélica que la “neutral” y “no beligerante” España exportó al III Reich durante la II Guerra Mundial) y el oro con el que pagaban los nazis, es uno de esos bocados de la Historia a los que cualquier investigador, o simplemente cualquier aficionado a nuestro pasado, desearía hincar el diente. Pero claro, luego hay que saber cocinarlo. Y aquí es donde entra Ramón J. Campo.
Pero es que el asunto de la estación de Canfranc y la II Guerra Mundial no se reduce solo al tránsito de los camiones suizos y trenes nazis. Personalmente, el nombre que siempre recordaré gracias a este trabajo es el de Albert Le Lay, ese funcionario francés que hizo todo lo que estuvo en su mano por su país, por la democracia, y por la derrota del fascismo. Una de esas personas excepcionales que hacen girar al mundo. Un héroe de la resistencia que no quiso ser famoso. Ese, al menos, fue siempre su deseo.
El libro nos acerca también a los habitantes de Canfranc a través de numerosos testimonios. Incluye una aproximación a la vida de los míticos republicanos canfraneros, primero en la guerra y después en la resistencia anti-franquista, como Antonio Beltrán, el famoso Esquinazau; o a la historia de la propia estación tanto en su cenit como en su ocaso; al pueblo viejo y al nuevo; y a una imagen que no logro quitar de mi cabeza a pesar de no haberla percibido nunca. Me refiero a la de a esos presuntuosos alemanes paseando, como Pedro por su casa, por Canfranc, y sobre todo, a la de la bandera nazi ondeando ocho kilómetros dentro del territorio nacional, en mitad de las montañas del Pirineo durante dos largos años. Todavía no me explico que nadie haya hecho una película con toda esta historia.
No he olvidado que me falta algo por confesar (aunque llegados a este punto, casi lo habrán adivinado). A quién realmente le tengo envidia es a Ramón J. Campo por su fantástico trabajo. Es envidia sana. Creo.
Amadeo Barceló