Caspe Literario. Disgresión caspense sobre Baroja.

Doy por seguro que Pío Baroja pudo pasar más de una vez por Caspe, en viajes de ferrocarril. Mantengo el mismo nivel de convencimiento de que jamás pisó la Ciudad del Compromiso. En sus excursiones de placer o de negocios políticos y literarios da la sensación de que casi nos rodeó, aunque de manera inconsciente y no por animadversión. El autor más prolífico de entre los grandes literatos del siglo XX español, se paseó por los Monegros, el Bajo Cinca, el Maestrazgo y el Bajo Aragón. O sea, que no nos conoció por muy poco. De ello voy a tratar en este artículo.

Baroja, políticamente, da la sensación de haber sido un descorazonado antitodo. En cierta ocasión, que acabó en fracaso, intentó ser proclamando candidato republicano por el distrito de Fraga en unas elecciones generales, posiblemente las que se celebraron el 9 de abril de 1916, aunque no todos los tratadistas se ponen de acuerdo y el mismo escritor ofrece alguna pista… que despista.

El caso es que,  para concretar su candidatura y recabar apoyos territoriales, realizó “una excursión electoral” por la comarca fragatina, recorrido que evocó con maestría en un capítulo de su obra “Las horas solitarias. Notas de un aprendiz de psicólogo” (1918), un volumen que tiene componentes de reportaje, de diario, de ensayo, de miscelánea de vivencias reflexionadas desde un plano inconformista y personal.

Utilizando tren, tartana y carro, viajó desde Madrid a la zona para regresar una semana más tarde a la capital,  sin haber conseguido su propósito. Aunque fue arropado por otros amigos, en la parte más interesante estuvo acompañado por dos periodistas aragoneses que más tarde acabarían en las filas libertarias, Felipe Aláiz de Pablo y el joven Salvador Goñi Marco.

En esos días de aventura política, comió en la posada de La Almolda, pueblo del que escribió: “La gente habla castellano, y, sin embargo, de lejos da la impresión de que está hablando catalán” (sic, recuerde el lector que siempre se ha dicho que los almoldanos pronuncian como los chipranescos). Pasó por Bujaraloz, y aquí se apeó del carruaje “una vieja de una cara muy fina y muy inteligente”. Don Pío escribe Peñalba unas veces con ‘b’ y otras con ‘v’. Duerme en Candasnos, donde se despiden del tartanero al que apodan en la comarca Petiforro y que, por cierto, solía avivar la marcha del burro de tiro soltándole una retahíla de “blasfemias pintorescas”,  entre las que figura una oída por mí en Caspe: “Me c… en el pichorrico de las monjas”. En Fraga es recibido por el heterodoxo pintor Miguel Viladrich Vila, quien le había animado en Madrid a probar fortuna electoral; Viladrich le mostró el castillo decorado con calaveras en el que residía.

El grupo vislumbra pronto que nada tienen que hacer y se decide tirar la toalla, reconociendo que el literato no logrará ni siquiera presentar su candidatura electoral. Baroja emprende regreso a la capital de España y, camino de Lérida donde va a coger el tren, se detiene en la venta de Alcarraz para zamparse unos huevos fritos, observar al personal y anotar algo que también yo he visto docenas de veces en Caspe: “Me choca que uno de estos hombres beba echando el chorro del porrón en el labio de arriba”.

 Cierro capítulo fragatino para abrir otro. Don Pío escribió que en 1922 realizó “una excursión muy agradable” que le llevaría hasta el “Bajo Aragón”. Cierto, pero habría que matizar que al referirse a la comarca bajoaragonesa el novelista no pensaba en la altitud sino en la latitud, o sea, que no se refería a las proximidades de la depresión del Ebro sino a las tierras turolenses que quedan al sur. En el mes de abril y en compañía del filósofo José Ortega y Gasset, del geógrafo Juan Dantín Cereceda y del pedagogo Domingo Barnés, se montó en un automóvil dispuesto a conocer paisajes y personajes. El Domingo de Ramos, día 9, los cuatro amigos llegaron a Cuenca: allí casi pasaron desapercibidos porque, justo la jornada anterior, había hecho su multitudinaria entrada en la ciudad el nuevo obispo, Cruz Laplana, quien desde 1916 ostentaba el título de Hijo Adoptivo de Caspe, donde ejercido de cura durante cuatro años. El caso es que el anticlerical Baroja y sus compañeros, tras visitar la capital conquense y descansar en ella, pronto reemprendieron el viaje, dispuestos a pasearse por Teruel, Albarracín y el enigmático Maestrazgo. Las notas que don Pío tomó en sus cuadernos de campo rezumaron, por ejemplo, en “La nave de los locos” (fechada en marzo de 1925).

            En febrero y marzo de 1930 Baroja realizó otro periplo automovilístico por nuestra tierra. Bien cerca lo tuvimos porque disfruto de Alcañiz (“un pueblo grande, a orillas de un río, con calles en cuesta, una Casa del Ayuntamiento magnífica con arcos y un castillo en lo alto”), desde donde se fue a Morella y al Maestrazgo turolense (luego, por Segorbe bordeó la costa antes de recalar en Valencia, desde donde regresaría a su residencia madrileña).

En esta ocasión, sus anotaciones de viaje las aprovechó para ambientar escenas de “Los confidentes audaces” (julio 1930) y sobre todo en “La venta de Mirambel” (1931), singular e imprevisible novela en la que nombra a nuestro pueblo, pero sin más, al anotar que el Guadalope “sale al Ebro” en “las cercanías de Caspe”. Por cierto, a todo el curso de aquel Ebro todavía sin pantanos se refirió Baroja como “de rápida corriente, de aire serio y amenazador” (tomo la cita de “Vitrina pintoresca”, 1935).

            ¿Alguna otra relación de Baroja con Caspe? Buscando la aguja en el pajar, parece que en su primera juventud, cuando Pío apenas tenía 17 años, asistió en alguna ocasión a la tertulia madrileña en la que también participaba el dramaturgo aragonés Marcos Zapata, casi tres décadas más viejo. Quizá Zapata, que en 1878 había publicado el opúsculo en verso  “El Compromiso de Caspe, Leyenda Histórica del Siglo XV”, le hablara de nuestro pueblo… pero puede que sea demasiado suponer.

            Y una coda para concluir: el 21 de noviembre de 1972, invitado por el Grupo Cultural Caspolino, el crítico literario Luis Horno Liria pronunció en nuestro pueblo la conferencia “Lo aragonés en Baroja”, que un mes más tarde sería publicada en Zaragoza en reducidísima tirada (52 ejemplares) por el grupo La Cadiera (círculo de bibliófilos ante quien Horno ya había disertado sobre el mismo tema el 31 de enero de ese mismo 1972).

Alberto Serrano Dolader

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