Recuerdo perfectamente la primera vez que lo vi. Fue una noche de ésas en las que los primeros catarros otoñales acompañados de una contundente fiebre te impiden dormir más de tres horas seguidas sin despertarte bruscamente.
Cuatro de la mañana, fuerte cierzo soplando y tu media naranja meciéndose en los brazos de Morfeo con plena felicidad. Vuelta a la izquierda, vuelta a la derecha. Nada. Calibras que la mejor opción puede ser el sofá, la mantita y la “tele”, a ver qué te puedes meter en vena hasta que el apacible letargo vuelva a aparecer. Entonces ocurrió.
Cincuenta y tantos años. Sonrisa histriónica (me recordó a Joker) forjada a base de bótox y bisturí. Vestimenta de colores. Algo ardiendo que podía parecer incienso. Imagen de la Virgen y Jesucristo al lado de dos velones y un mazo de tarot.
Creo que se me empezaban a cerrar los ojos cuando oí una voz con cierto desasosiego que le preguntaba al individuo en cuestión: ” Maestro, estoy en paro hace muchos meses y ahora ya no cobro nada. ¿Crees que mi situación se solucionará pronto?…” El hombre de colorido atuendo consulta el tarot con aparente interés y después de soltarle una sarta de obviedades que yo, que no soy adivina, podría haberle dicho perfectamente concluye: “Cariño mío, ponle una vela a Santa Gema y tu problema se solucionará rápidamente. Que Dios te bendiga que yo ya lo he hecho.”
Di un respingo en el sofá. Santa Gema tenía una agencia de colocación. No sabía si tenía encima sobredosis de Paracetamol y estaba sufriendo alucinaciones o realmente había escuchado lo que había escuchado. Las siguientes llamadas fueron en una línea parecida. No daba crédito a lo que oía. No sabía ya si el problema era que existiera esta gentuza o que hubiera gente que realmente creyera en las peroratas y patrañas que soltaban, o que salieran en televisión, o que se estuvieran enriqueciendo a costa de los bolsillos de pobres desesperados que no conseguían ver la luz al final del túnel, o que….
Demasiadas preguntas. Estaba claro que el problema no era uno sólo. Me había subido la fiebre, debía de ser del susto. Me acordé entonces de otro elemento que también había visto en la “tele” prometiendo que curaba el cáncer y el Sida y contando que los mejores cirujanos del mundo le llevaban a sus hijos para que los curase en Vinaroz. Tal y cómo suena. Y se quedaba tan ancho. Igual que el día que contó que paseando por la playa en Tarragona lo atacó una boa constrictor, que es una especie que por tierras catalanas debe de abundar mucho, (eso lo digo yo, no lo decía él), y se defendió de ella como pudo. No era un programa de risa. Supuestamente era un programa serio en el que explicaba como curaba a todo enfermo que acudiese a su consulta pagando únicamente la voluntad. Posteriormente me enteré que la voluntad ascendía, sí o sí, al módico precio de 60 E.
Entre el curandero y el adivino podían haber hecho un dúo humorístico porque realmente parecían dos caricaturas salidas del lápiz del peor dibujante. Por lo menos se hubieran ganado la vida de forma honrada no aprovechándose de la ignorancia y la desesperación de algunos que posiblemente no sabían ni podían echar mano de otro sitio. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Decidí irme a la cama porque la mala leche se iba apoderando de mí por momentos y estaba segura de que así no iba a conseguir dormir.
Al día siguiente me levanté imaginando a aquel pobre hombre en la capilla de Santa Gema encendiendo la vela y pidiéndole trabajo en vez de estar preparando su currículum o aprendiendo alemán para irse a buscar las habichuelas a tierras teutonas.
Me seguía encontrando mal. Llamé a mi médico.
-Lo sentimos, hoy todas las citas están cubiertas. Tendrá que ser otro día de no ser una urgencia.
El malestar y el mal humor volvieron. Vino a mi memoria aquella frase lapidaria: “Cuanto más conozco a la gente más quiero a mi perro”
Qué mala es la fiebre.
Ana María Cirac