Nos las prometíamos felices. Para que la cosa arrancase, se tuvo que dar una pequeña nimiedad: la de que algunos afectados tuvieran que ahorcarse o tirarse por la ventana. Pero, por fin, todo el mundo pareció de pronto caerse del guindo. Medios de comunicación, tertulianos, partidos de la oposición, asociaciones e instancias gubernativas de jueces, el propio Gobierno, hasta los propios bancos… Medio país se dio cuenta de que había ahí, en su seno, una terrible tragedia que, sorda y diseminada en un sinfín de casos aislados, está llevando a la más pura y dura exclusión social a cientos de miles de familias. De pronto todo el mundo se rasgó las vestiduras. Se diría que nos preguntábamos cómo es posible que esto esté sucediendo en un país tan civilizado como el nuestro. Tardía caída del caballo camino de Damasco, porque ocurre, y es denunciado, desde el inicio mismo de esto que llaman crisis.
Desde hace poco o mucho, yo también me pregunto cómo puede estar pasando. Abran la Constitución y lean. El Título Preliminar reza que la libertad, la justicia y la igualdad son “valores superiores” y que los poderes públicos deben promover las condiciones para que sean “reales y efectivas” y “remover los obstáculos” que impidan su plenitud. Y el Título I recoge derechos fundamentales como los de tener un trabajo, prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad y “una vivienda digna y adecuada”. Se argüirá que es solo un desideratum que orienta, no obliga, a los poderes públicos. Pero la propia carta magna va más allá: les insta a hacer efectivos esos derechos, por ejemplo orientando sus políticas al pleno empleo y regulando la “utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”.
Comparar eso con la realidad es como para reír por no llorar. Con una tasa de paro de 25% y con la tragedia de los desahucios masivos, el drama es tal que ya no aguanta bromas, parches ni circunloquios. Apenas servirá de nada discutir si los ordenamientos jurídicos no remiten en última instancia a algún criterio de validación moral, aquí ausente, ni preguntarse si es legítimo un corpus jurídico que contiene leyes tan injustas como nuestra regulación hipotecaria. Ni siquiera se requiere saltarse la ley, porque esta ofrece mecanismos de intervención. Los jueces pueden hacer uso en la interpretación jurídica de su inevitable vertiente valorativa. Cabe hacer valer la ley superior sobre la inferior, en este caso los preceptos constitucionales frente a la ley hipotecaria; los derechos fundamentales de las personas frente a la “seguridad jurídica” que invocan las entidades crediticias. Y desde luego el legislador puede cambiar la ley, y rápido. Nada más difícil de reformar que la propia Constitución, y el año pasado se hizo en dos semanas.
Los tres caminos encuentran amparo en el texto constitucional, que no es precisamente el “Manifiesto Comunista”. Hace falta únicamente voluntad judicial y política, la que solo parece haber germinado tras dos suicidios ante quienes iban a desahuciarlos. Quintaesencia de la política hecha espectáculo. Pueden estar sufriendo y muriendo las y los afectados todos los días, pero solo se hace noticia si tiene visibilidad e impacto mediáticos. En todo caso, la lección no debe ser pesimista sobre la naturaleza humana, sino sobre todo optimista en términos sociales y políticos: una vez más la ley no produce por sí sola la justicia. Ha hecho falta de nuevo la presión de la gente. El clamor de la calle.
Y mucho me temo que esa presión y ese clamor tendrán que seguir dándose. Pasada la oleada de indignación por esas muertes, los medios pasarán a otra cosa mariposa, y los círculos gubernamentales mostrarán hasta qué punto eran impostadas sus declaraciones y no buscaban sino frenar la indignación pública. Por de pronto, vean el decepcionante y vergonzante Decreto aprobado por el Consejo de Ministros, que limita arteramente la moratoria de los desahucios a un muy reducido porcentaje de casos. Que, una vez más, pone la política y la ley más al servicio de los poderosos, en este caso de nuevo los bancos, que de las y los ciudadanos. A este paso, acabará quedando claro que lo que hay que impugnar no es ya políticas y leyes concretas, sino el propio orden político y jurídico que las alberga. Quien siga creyendo que ese orden se corregirá sustancialmente a sí mismo y por sí mismo, sin la presión desde abajo, podrá quizá ser un ciudadano modélico, pero hará gala de una fatal dosis de ingenuidad.