Con este contundente encabezamiento publicó Manuel Vázquez Montalbán en la revista Interviú, hace ya unos cuantos años, mas bien muchos, unas crónicas sobre la televisión de la época, cuando sólo había dos cadenas públicas y todo parecía más fácil que ahora. Hoy un crítico de programas televisivos tiene tal cantidad de producto que visionar que no le debe quedar tiempo para nada más; a Vázquez Montalbán, le quedaba para escribir novelas a tutiplén, poesía y otros artículos en prensa seria, quizás solo era más trabajador que los escritores de ahora, también podría ser. El enemigo en casa. Genial. Con el transcurrir del tiempo aparecieron las cadenas privadas, y nos dijeron que la multiplicidad de oferta sería excelente para el espectador; craso error, porque no fue así. Dios, o Lazarov, me libren de decir que la televisión es mala. Que nos vuelve los sesos agua. Que es pasatiempo de incultos. No es verdad. Sólo es un aparato más, otro electrodoméstico. Cuando está apagado es inicuo. Su uso, en dosis homeopáticas, no está contraindicado, incluso puede ser beneficioso. El toque está en la elección: elegir el horario, elegir la serie o programa que se va a ver. Como en política, el espectro del mercado es amplio y cubre todos los gustos y necesidades, y si no encontramos cosas de nuestro agrado, o no apetece en determinado momento, pues se apaga, se levanta uno del sofá, se limpia las legañas y se va a paseo, o se coge un libro y se lee, o si hay niños cerca, pues se juega al parchís, a la oca, al monopoly o al ajedrez, y santas pascuas. Los teólogos ya nos dejaron dicho hace muchos siglos que la esencia del hombre y de su vida (otros dirían sus circunstancias) es el libre albedrío. No podemos quejarnos del conjunto: ni todos los políticos son corruptos, ni toda la televisión es nefasta. Hay que hacer un esfuerzo por discriminar. La sociología nos va explicando como cambia la sociedad a lo largo de los años; no haría falta leer esos sesudos informes, sólo mirar a nuestro alrededor y constatar el cambio: unos años atrás la televisión se veía en familia, en el comedor, embutidos en el sofá, que para los más peques se transmutaba en barco pirata, tanque, o submarino, según se visionase una película u otra, con las mesitas bajas en las que nos golpeábamos las espinillas un día sí y otro también, en las que se amontonaban paquetes de patatas fritas, platos de jamón y tacos de queso, boles de palomitas, o cualquier otra munición de boca para acompañar las largas tardenoches frente a la caja tonta. Hoy el ver la tele, ha devenido en un ejercicio de soledad e individualismo: se tiene un aparato en cada habitación de la casa, donde vemos los programas favoritos, dándose el estrambótico caso, de que en cada uno de esos reproductores, los distintos miembros de la familia están viendo lo mismo, pero cada uno en su cubil. Seguimos siendo, eso sí, el país del esperpento.
Manuel Bordallo.