En España siguen conviviendo realidades muy distintas en plena calle. A veces parece que la crisis sea un cuento. Aunque en pueblos y ciudades los festejos tampoco se han librado de los recortes, en algunos momentos, la crisis se aparca. O no. El hecho es que hace unos días, en Peñíscola, fu testigo de una escena que no hizo más que reafirmar la teoría de que el nuestro es un país de contrastes. Y con la que está cayendo, estos se notan todavía más.
Un día de septiembre. Peñíscola, con la familia. De aparcar el coche mejor no hablamos. Era sábado, fiestas patronales en la preciosa ciudad del Papa Luna (al menos, su casco viejo). Delante de nosotros, el desfile de la entrada de los moros y cristianos que daba comienzo a las 7 y pico de la tarde (sin puntualidad, otra realidad muy española). Miles de turistas nos agolpábamos en la avenida principal a la espera de las comitivas. Hileras de sillas de plástico delimitaban el recorrido. Muchos de los presentes optaron por resignarse y morir al palo: pagar 5 eurazos por sentarse cómodamente en primera fila. La gente estaba bastante mosqueada «es un precio como de hace 5 años, de cuando no había crisis”, decían. “¿Aquí no ha llegado la crisis?”, se preguntaba otro. Espero que, al menos, buena parte de ese dinero se destine a la propia fiesta, añadí yo.
Unos metros más atrás, sentados en una barbacana, junto a la acera, un grupo de unos 10 africanos mostraban las últimas novedades de artículos tan atractivos como muchas veces innecesarios: el “Top Manta”.
Y allí me senté, entre varios de ellos. No solo por negarme a contribuir con el impuesto revolucionario, que también, sino porque mi curiosidad, mi yo agitador, me empujó hacia ellos y su historia. No es el mejor momento para hacer una entrevista, pensé. Pero no pasaron ni 5 minutos cuando ya me dirigí al primero de los senegaleses a través de un recurso muy socorrido entre vendedores: “¡No se vende nada!”, a lo que él contestó: “Nada de nada, la gente no tiene dinero”.
Tras presentarme como un “periodista aficionado” (entre el ruido de las bandas de música que pasaban, y ellos, los africanos, pendientes de los posibles clientes y de la poli, tampoco era el momento de dar muchas más explicaciones) y armado de un trozo de papel improvisado y un bolígrafo prestado, me lancé.
Mi interlocutor se llamaba Lino, de Peñíscola, de 46 años. Nació en Senegal, como todos los demás. Por cierto, hablaba muy bien el castellano. Entendí porqué cuando siguió contándome más sobre él:
-Llevo aquí desde el año 2005 y he tenido buenos trabajos, con contrato; ahora nada, ni siquiera tengo el paro. Por eso este año he tenido que meterme en esto, porque no tenía trabajo en lo que a mí me gusta, que es la hostelería. Viviendo en Peñíscola, no era difícil encontrarlo como camarero en verano. Luego me iba a la naranja, a Valencia.
Hablamos de cómo le va el negocio. Él vende gafas de Sol.
-En un día puedo ganar 10 € o hasta 20 si la cosa va bien, aunque a veces estamos 2 días sin vender nada.
Entre gente que mira las gafas y mis idas y venidas hacia adelante cada vez que pasa un grupo desfilando, vamos conversando. Al rato, y como no podía ser de otra manera, le pregunto por la Policía:
-Hoy es un buen día porque la Policía está con el desfile y ya ves qué tranquilos estamos. Nos dejan trabajar (ríe).
Como muchos de ustedes ya sabrán, los africanos del Top-Manta suelen cambiar de sitio según qué horas. Es algo común en todos los lugares de playa. No están todo el día en el paseo.
-Por la mañana estamos en la playa, en la arena. Allí no suele entrar la poli, aunque el año pasado sí entraban porque había otro jefe y les debía meter más caña los policías.
Lino me enseña su móvil que tiene rota la pantalla.
–No vendo nada, y encima… (ríe). El otro día vino la policía y me lo metí corriendo en el bolsillo de atrás para echar a correr y al saltar sobre la piedra, [la barbacana] a la playa, me senté sobre él y se rompió.
Seguimos la conversación y me cuenta que en el invierno, los senegaleses también suelen ir a Jaén, a coger olivas. Entra en el coloquio improvisado uno de sus compañeros, que vende relojes de esos nuevos que se enrollan como una culebra en la muñeca. Me pregunta de dónde soy.
-¡Ah!, conozco Caspe! Mi hermano va allí todos los años a coger fruta. El año pasado se fue con mi coche…¡y después me llegó una multa de la zona azul!
Se ríe mucho pero no me quiere decir cómo se llama. Hablamos también sobre la Policía.Me cuenta que antes vivía en Italia.
-Allí la policía es más dura, aunque la jefa de la policía local de aquí es muy mala. Ayer ella persiguió a 5 senegaleses hasta dentro de la arena, cosa que otros policías no hacen normalmente.
Lino vende un reloj. Cuando se va el comprador, lo celebramos entre risas. Hablamos los tres. Me dicen que en agosto están todos los días, pero ahora en septiembre ya no, solo durante el fin de semana.
Mientras charlamos observo que la estrella del manta son los bolsos. O al menos es el producto que más interés despierta. Se paran muchas señoras y el tío que intenta venderlos, no lo hace nada mal; tiene bastante morro.
–Te hago este precio pero no se lo digas a nadie, le dice a una señora, poniéndose muy serio. Ellas miran mucho los bolsos, los tocan…pero comprar ya es otra cosa.
–Miran mucho pero no compran. La gente no tiene dinero, me dice.
Hablo de nuevo con el que no me ha querido dar su nombre. Me cuenta que no solo se dedica a la manta, sino que tiene una parada legal y que va por los pueblos en fiestas y también por los mercados; o al menos, donde le dejan.
-Pon ahí que el alcalde de Peñíscola es el más malo de España, que no nos deja montar puesto en el mercado. Yo tengo mi parada, todo legal, y no me deja.
La conversación continúa mientras la venta sigue floja. Charlamos con más clama. Me cuenta que vino en patera.
–Yo no tenía miedo a morir en el mar. Le tengo miedo a las serpientes y a los animales pequeños, pero al mar no.
Hablamos sobre el tema y me dice que ahora, con la crisis, ya no vienen pateras.
-Mis compañeros y yo estamos pensando en volver a Senegal, pero no tenemos dinero para el viaje.
Afirma que entre ellos se apoyan mucho, y que si a uno le va mal la venta, otro le ayuda y al menos tiene para comer. Entre tanto, Lino escucha la radio. Juega el Barsa-Getafe. “Pero soy del Madrid”, asegura.
Vuelvo con el de la camisa. Me dice que vive en Vinaroz y vende allí pero que también viene a Peñíscola. Dice que los calzoncillos “de marca” que vendía antes por 8€, ahora los tiene que vender por 5€ y, aún así, no los quieren.
–Me gano muy poco con cada uno, pero es que ni baratos los compran. La gente pasa de largo, y el que se para, los mira, los toca…pero no compra.
Y lo cierto es que en las 2 horas que dura el desfile, no lo veo vender ni uno ni medio.
Me despido de todos ellos deseándoles buena suerte.
Los dejo atrás pensando que no dejan de ser compañeros. Vendedores. No pagan impuestos ni cotizan. Pero las están pasando canutas.
Amadeo Barceló