Extraído de http://www.abc.es/cultura/toros/20140124/abci-vivos-averno-nazi-201401232008.html
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Montserrat Llor abre «Vivos en el averno nazi» (Crítica) con una cita de Paul Eluard que es toda una declaración de principios: «Si el eco de sus voces se desvanece, pereceremos». Esta indagación testimonial –según la autora explica a ABC– nació urgida por un misterio familiar: la pulsera de identificación de su tío abuelo muerto, nadie sabe cómo ni cuándo, en Gusen, campo anexo a Mauthausen; y también porque su hijo, Pablo Villarrubia, padre de su marido, le contómil historias de los maquis de la región de Cognac.
En fin, Montserrat Llor ha recopilado numerosos testimonios, y no sólo de deportados españoles, de los que ahora ha recogido veinte «para conservar su memoria sin rencor ni ideología. Cada vez son más ancianos y van quedando menos». Luego nos sugiere llamar por teléfono a José Alcubierre, uno de ellos, quien vive en Sayoux, muy cerca de Angoulême (Francia). «Sea paciente, es un poco duro de oído, por la edad, pero le atenderá con todo afecto». Y así lo hacemos.
–José, cuéntenos su historia.
–Estábamos refugiados después de nuestra Guerra Civil en un campo de internamiento aquí, en Angoulême. Vinieron y nos dijeron: «¡Recoged lo que tengáis y p’alante!» Nos formaron en la plaza a todos:mujeres, hombres, viejos, jóvenes y niños, luego nos llevaron a la estación de mercancías. Allí nos esperaban unos vagones de comercio, de esos que ponían: «Ocho caballos y cuarenta hombres». Esto ocurría entre mediodía y la una de la tarde del 20 de agosto de 1940. Después cerraron las puertas, el tren empezó a rular y cuando nos dimos cuenta, yo le pregunté a mi padre: «¿Dónde vamos, papá?», y me dice: «Pues no lo sé, hijo mío, pero estamos lejos». Apenas veíamos por aquellas ventanillas tan pequeñas que tenía 60 centímetros de largo por 40 de ancho. Y así pasaron el día y la noche, y así rulamos hastacuatro jornadas. El 24 de agosto llegábamos de madrugada a Mauthausen (Austria, muy cerca de Linz). A mediodía abrieron los vagones y vimos que ya no eran los mismos centinelas. Uno me habló en alemán, y como no lo entendía, me preguntó por señas que cuántos años tenía. Yo respondí que quince. Y dijo: «¡Abajo, abajo también!», mientras las mujeres chillaban: «¡Ay, mi marido, ay, mi hijo!» Nos formaron y p’alante, al campo. Así pasó.
–¿Hacían las deportaciones en secreto?
–Después de la guerra, los alemanes decían que no sabían que existieran los campos. ¿Cómo que no sabían? Lo sabían todo. Nos condujeron desde la estación hasta el recinto por medio de todo el pueblo. Así que si no nos vieron es que no querían verlo. Cuando llegamos, nos hicieron duchar, nos cortaron el pelo y nos dieron un número para que lo cosiéramos en el pantalón y en la chaqueta.
–¿Había en Mauthausen muchos republicanos?
–Cuando llegamos nosotros, que éramos trescientos y pico, allí ya había otros seiscientos que habían sido deportados poco antes. En fin, nos dieron de comer, pero aquello era una infección de comida. Y le digo a mi padre: «¿Vamos a comer esto?», y me contestó: «Pues si no hay otra cosa». Entonces se acerca uno y me dice: «Oye, peque, ¿no lo comes, o qué?» «Pues yo no me lo como, ¿quién se va a comer esto?», le contesté.«“¿Me lo das? Aunque dentro de un día, dos o tres, tragarás, porque no hay otra cosa». Y así pasó: tuvimos que comer aquellabazofia que no servía ni para los cerdos.
–¿Cómo fueron los primeros tiempos de internamiento?
–Primero me hicieron trabajar en la cantera del campo, la Wiener Graben, donde estaba la tristemente célebre escalera de Mauthausen; luego, gracias a Dios, me destinaron a limpiar calderas y cristales en el campo. Pero enseguida se formó el kommando del terrible César Orquin con unos trescientos españoles. Nos llevaban a trabajar a unos sesenta kilómetros. Montamos en los camiones y estábamos tres jóvenes: el madrileño Fernando Pindado, un asturiano y yo. Luego nos devolvieron a Mauthausen.
–¿Qué fue de su padre?
–A mi padre y a los demás los habían bajado a Gusen, un campo anexo que empezó como kommando y terminó siendo casi más importante y más malo, incluso, que el nuestro. De allí un día bajaron algunos amigos que tenían nuestra edad, como Tello, Sardina, Quesada que era del Prat de Llobregat, como yo, para formar con otros cuarenta jóvenes el «Pochaka» (kommando de la cantera de Anton Poschacher, en el mismo pueblo de Mauthausen, donde dormíamos, así lo pronunciábamos y así nos bautizaron a los que trabajábamos allí: «los pochakas»). Le pregunté a uno por mi padre y me contestó: «No te preocupes, tu padre está bien». Aquello me extrañó y entonces fui a otro, Jacinto Cortés, que también era del Prat y que era íntimo mío, y le digo: «Oye, Jacinto, ¿tú has visto a mi padre?», entonces me cogió por el hombro y me contestó: «Tu padre ha muerto». Me fui con el jefe, se lo conté y le pedí si podía quedarme en la colchoneta pa’llorarle…
[Al otro lado del hilo telefónico, la voz se quiebra. Alcubierre toma aliento y continúa su relato, ahora muy emocionado:]
–Fue algo que no era digno de personas humanas. Mi padre iba con otros dos y a los tres los llamaban los «mañicos» porque eran aragoneses. Un día pasó lo que tenía pasar. Uno de ellos cayó al suelo extenuado, nunca supe cual, y los otros dos: «¡Levántate que viene el cabo!», y él: «¡Dejadme, que ya no puedo más!» Entonces el cabo empezó a pegarle con su bastón –que era el mango de un pico– y los otros dos, claro, quisieron conciliarlo para que no le arreara más. Pero sacó el silbato y pitó para que vinieran otros cabos. Y los mataron a los tres a golpes de mango de pico y a patadas. Esto me lo contó tiempo después uno que lo vio. Aquello fue para mí una puñalada muy grande. En fin, sería muy largo contarlo todo por teléfono. Allí trabajamos cuatro años, hasta que acabó la guerra y llegaron los rusos…
–Pero antes, lograron poner a salvo un material muy comprometedor para los nazis: las fotografías del campo.
–Seis o siete miembros del Poschacher éramos de las Juventudes Socialistas Unificadas (obediencia comunista). Francisco Bosch, que trabajaba con Antonio García en los laboratorios fotográficos del campo, le dijo a Cortés: «Tenéis que sacar del campo estas fotografías, que son muy importantes, y esconderlas». Las repartimos entre tres: Cortés, Jesús Grau y yo. Esas fotografías logramos sacarlas de Mauthausen y se las dimos a Anna Poitnner, “la vieja” (así llamábamos a esta opositora a los nazis que vivía cerca de la cantera y que se hizo amiga nuestra), quien las escondió en el muro de su jardín. «No le dé estas fotografías nada más que a Cortés, a mí, o a Bosch si las viene a buscar». Y ya luego sirvieron para probar las salvajadas de los nazis en los juicios de Nuremberg. Así pasó, como lo cuento, porque yo no exagero.