Digamos que a Fela Anikulapo Kuti no se le ponía nada por delante. Excesivo en todos los aspectos de su inabarcable existencia. Inasequible a cualquier juicio o calificación. Músico superdotado. Multiinsrumentista virtuoso. Compositor prolífico e hiperpolitizado. Marido de treinta esposas. Ávido fumador de hierba. Opositor feroz a la dictadura militar nigeriana. Eterno aspirante a la presidencia de su país. Voz crítica con las miserias del África poscolonial. Padre, a su vez, de los músicos Femi y Seun Kuti. Glorioso inventor del Afrobeat.
De lengua afilada, Fela se convirtió en un habitual de los tribunales nigerianos. Pasó varias veces por la cárcel. Los militares llegaron, incluso, a intentar asesinarlo arrojándolo, junto a su madre, por el balcón de la comuna que fundara en Lagos, la legendaria Kalakuta Republic, un estado independiente en el que no regían las leyes corruptas de Nigeria sino solo la libertad creativa marcada por Fela y la rica pléyade de músicos que le acompañaban. Solo la enfermedad logró llevárselo por delante en 1997. El VIH, la plaga africana, se cebaría en un hombre del que se dice que poseía un apetito sexual más grande que su talento. La leyenda cuenta que, fiel a su indómito carácter, se negaría a recibir tratamiento contra la enfermedad. Tenía 59 años y ya había tenido tiempo de consolidar su legado a base de discos brillantes, hipnóticas canciones de casi veinte minutos y legendarias actuaciones al frente de “África ‘70” o “Egypt ‘80”, sus multitudinarias bandas en las que brillaría especialmente Tony Allen, para algunos el mejor baterista que haya existido sobre la faz de la Tierra.
El público blanco prefirió siempre el buenrrollismo que desprendía aquel genio jamaicano llamado Bob Marley y su concreta promesa de paraísos caribeños rebozados en marihuana. Fela, en cambio, les asustaba. Ambos compartieron época si bien representaron las dos caras de la misma moneda. El África de Marley nunca existió. Tampoco su Zion. La religión de los rastafaris no era otra cosa que un delirio astutamente urdido para engañar a personas que probablemente nunca pondrían sus pies en África. Fela no creía en más Dios que en su lucidez. En su África particular no había lugar para dioses vivientes y sí para dictadores corruptos empeñados en facilitar a las antiguas potencias su larga y dolorosa empresa de saqueo. Fela no quería interpretar el mundo, se conformaba con intentar transformarlo.
Aléjense del Afrobeat si al pensar en África lo que les viene a la mente es la cursilería del Rey León o los castos cimbreos de Shakira entonando el Waka Waka. El Afrobeat es peligroso, canalla, visceral. Se arrastra sobre su vientre escamoso mecido por la repetición y el ritmo obsesivo. Sube y baja de intensidad quebrando los biorritmos del oyente más curtido. Estalla con fuerza repentina. Frena. Acelera. Vuelve a pacificarse. Cabría definirlo como un cruce entre el hedonismo del funk, el rigor del jazz y la imprevisibilidad de la música africana. Un combinado de James Brown, Coltrane y la estampida de un ejército de ñus atravesando el continente en busca de los pastos de invierno. Un culto sincrético en el que convergen las diversas concepciones de la música negra de ambos lados del Atlántico. Una mezcla generosa y brutal de la que no cabe liberarse nunca.
El pasado veintidós de abril, Femi Kuti, el primogénito del Dios Fela, desembarcó en Zaragoza con su populosa troupe para presentar, en el seno del Slap Indoor Festival, su último disco “No place for my dream”. Trece personas sobre el escenario, percusiones, órganos, guitarra, bajo, sección de vientos y tres alucinantes bailarinas. Femi no es Fela pero a ratos lo parece. Dotado de una presencia física imponente, canta, toca la trompeta, el saxo y los teclados oficiando como frontman, maestro de ceremonias, director de orquesta y, finalmente, agitador político. Más de dos horas duró el incendio. Y, sí, al final se permitió recordarnos a los españoles que ahora éramos también pobres. Dos horas largas de música musculosa, de ritmo febril e intensidad pocas veces vista por estas latitudes. Sonaron temas nuevos, viejos éxitos de Femi (glorioso el “Sorry” de su primer trabajo “Shoki”) y también el legendario “Water no get enemy” de papá Fela, una de mis canciones favoritas de todos los tiempos. He asistido a muchos conciertos pero creo que nunca antes había estado expuesto a una fuente de energía similar. Algunos momentos de la actuación de Femi consiguieron desencajar mi mandíbula, inducirme una especie de iluminación muy cercana a los trances a través de los que los dioses yorubas se comunican con el mundo de los vivos. Largos crescendos de órgano y percusión ascendiendo hacia los cielos. Agudas espirales de vientos. Bajos inmisericordes. Guitarras rasgadas a velocidad imposible. Teclados cortantes como hachas recién afiladas. Y la voz áspera del oficiante. Femi, el hijo aventajado del Dios Fela.
El Afrobeat sigue vivo. A la gira española de Femi se sucederá en breve la de su otro hermano. Será en la próxima edición del Primavera Sound, a finales del entrante mes de mayo. Seun Kuti y sus Egypt ’80 descargarán en Barcelona su tormenta sonora sobre un público que, a priori, no parece el más adecuado. ¿Lograrán sobrevivir las legiones de universitarios, hipsters y guiris a la agresividad de la estirpe del gran Fela? ¿Conseguiré cuando sea alcalde de Caspe hermanarlo con Lagos y convertir a los hermanos Kuti en músicos residentes de todos los actos de las Fiestas de Agosto?
El Afrobeat nunca muere. Fela habita entre nosotros. Por muchos años. Amén.
Jesús Cirac