Florencio Repollés. Reflexiones en torno a la muerte de un político joven.

Asumo que queda mal decirlo pero me confieso un rendido admirador de los Estados Unidos de América. Principalmente por la música, las pelis y por muchos de mis escritores favoritos, pero también por algunas de sus prácticas políticas. En ese sentido combino la crítica feroz a muchas de sus figuras públicas, a su inveterado imperialismo, a sus odiosas intervenciones en lugares como Granada, Centroamérica o Irak o hacia sus hórridas políticas neoliberales con la aceptación de algunos de sus pragmáticos puntos de vista. Recuerdo, al respecto, la estupenda novela El hombre del traje gris de Sloane Wilson, repescada hace tres o cuatro años por Los Libros del Asteroide. Su atribulado protagonista hereda una propiedad en una exclusiva localidad del Estado de Nueva York y, ante la imposibilidad de hacer frente a su costoso mantenimiento, toma la decisión de dividirla y vender las parcelas resultantes a hombres con el traje tan gris como el suyo propio que buscan fuera de Manhattan su pedazo de cielo en la Tierra. La llegada de nuevos habitantes a la tranquila población implicará, sin duda, la necesidad de que el municipio acometa nuevas infraestructuras y, en consecuencia, el resto de los vecinos deberá manifestar su disposición a aceptar que sea este quien asuma el coste de las mismas. Con independencia del resultado de la votación, lo sorprendente es la manera desapasionada con la que los vecinos afrontan la posibilidad de que el lugar en el que viven crezca de forma ordenada y su implicación en los beneficios y las cargas derivados de dicho crecimiento.

Imagínense ustedes algo así en España. Los celos, las envidias, la desconfianza, la falta de transparencia y, ay, las pequeñas rencillas lo inundarían todo. Si nos dejaran decidir, como tan beatíficamente pedían los cachorros del 15-M, en este país no se haría absolutamente nada. Nunca. Para nosotros la política municipal es mucho más que ese ámbito en el que se deciden y se prestan la gran mayoría de los servicios públicos que afectan al ciudadano y en el que deberían primar los criterios de eficiencia y buena gestión por encima de otras consideraciones. Preferimos concebirla como una mala réplica del mismo enconamiento que exhiben las grandes formaciones en la política nacional. A nuestros alcaldes y concejales deberíamos exigirles buena preparación y honradez y olvidarnos de lo que puedan opinar sobre la Doctrina Parot o el conflicto árabe israelí. Profesionalidad es la palabra.

Esa triste regla general se convierte en delirante realidad en el caso de Caspe. Muy especialmente en los últimos tiempos. En ese sentido, la reciente, y probablemente esperada, muerte de Florencio Repollés no ha contribuido a rebajar el tono del largo y tedioso enfrentamiento en que vive sumido el consistorio caspolino desde hace varias legislaturas sino a alimentarlo con nuevas e insospechadas facetas que, a no remediarlo, presagian su perpetuación en el tiempo. Establecer una conexión directa entre el empeoramiento de la funesta dolencia que arrastraba Florencio y los avatares políticos a que se vio sometido como consecuencia de la moción de censura que le apeó de la alcaldía en febrero pasado es un ejercicio de extrema dificultad, un deporte de alto riesgo. Un juego al que yo me niego a jugar pero al que, inevitablemente, acabarán jugando miles de mis conciudadanos. Las coordenadas espacio temporales lo propician. Las burradas que hemos escuchado en la calle o leído en foros y blogs al amparo del impune anonimato abonan su crecimiento. Solo ha faltado un torpe comunicado criticando la inapelable, se comparta o no, decisión de la familia en relación a como despedirse de su ser más querido emitido por uno de los partidos miembros del tripartito cuando el cuerpo de Florencio estaba todavía caliente.

Con todo esto lo único que podemos esperar es más gasolina, más barro, más lío, más de todo. El principal problema consiste en calibrar la deriva que el asunto pueda tomar y sus posibles consecuencias para la convivencia ciudadana. A lo anteriormente expuesto se une el hecho de que Florencio Repollés fuera una persona bien apreciada en Caspe. Por su profesión, por sus antecedentes familiares y por su propio talante personal, cercano a todos y alejado siempre de la polémica o el ardor. Pero además era joven y deja esposa joven e hijos pequeños. Todos esos elementos explican con claridad la extraordinaria respuesta del pueblo de Caspe, el dolor manifestado por tantos y hasta el cabreo. Su multitudinario y emotivo funeral se ha incorporado ya a la memoria colectiva de todos los caspolinos. Con independencia de la consideración personal que cada uno tuviera acerca de las capacidades de Florencio, es un hecho que las circunstancias que han rodeado a su muerte no han hecho sino contribuir a la mitificación de su figura pública por gran parte de la población local. Nos guste o no, para miles de caspolinos, Florencio es ya un héroe a la manera clásica. Como los héroes clásicos se entregó a una causa y como un héroe clásico se dejó la vida en ello. Y ya saben lo que pasa con los héroes clásicos, la lógica del relato exige su muerte pero a cambio les otorga el don de la inmortalidad. Mueren físicamente pero, a la postre, se convierten en seres invencibles. Capaces incluso de vencer batallas después de muertos.

Lejos de mi intención intentar canalizar la voluntad de una persona desaparecida y con la que, además, no compartía lazos estrechos, pero se me ocurre pensar que a Florencio Repollés lo último que le apetecería es que, después de todo lo malo que tuvo que afrontar, su dolorosa marcha viniera a avivar un fuego en el que él mismo tuvo que quemarse tantas veces. Charlé con él durante varias horas acerca de todo esto en el mes de abril y creo saber lo que digo. Esta debería ser una ocasión perfecta para suavizar posturas y discursos e introducir la cordura en un Ayuntamiento en el que abundan los gestos grandilocuentes, las palabras gruesas, las comisiones de investigación y los desplantes y en el que se echa de menos gestión, visión, profesionalidad y sensatez. Se me ocurre que lo mejor para ello es una renovación casi total en la plantilla de las fuerzas políticas locales. Es duro decirlo pero algunos miembros de la corporación deberían asumir que no están preparados para ocupar el puesto que ocupan. No pasa nada por ello. Creo también que ha llegado el momento de que varios rostros históricos de la política local cedan su sitio de forma definitiva a gente más joven, con nuevas ideas, y menos contaminada por este ambiente tan enrarecido.

Jesús Cirac

Florencio era rockero y, por lo tanto, también un poco canalla. Voy a despedirme de él con el I’m waiting for the man de The Velvet Underground. Así puedo decirle también adiós al gran Lou Reed. Cabe la posibilidad de que, si hay algo después, lleguen a coincidir siquiera durante unos minutos. No está mal, después de todo.

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