A propósito de la visita monárquica a Caspe y Alcañiz: plebeyos vs Borbones

 

En aquella España de la Restauración los nuevos ricos y las viejas marquesonas se disputaban no solo el favor de la Monarquía sino el bastón de mando real. Nuestros vecinos hicieron las cosas de otra manera: cortaron cuellos y levantaron fábricas. Pero aquí la nobleza siempre ha pesado mucho. Solo en 1837 se abolieron definitivamente los señoríos jurisdiccionales. O sea, la posibilidad de que un españolito perteneciera de hecho a un señor como si fuera una silla, un motocultor o una hectárea de olivar. Y si ese conflicto tuvo mal apaño, qué podemos decir del encaje que en dicho embrollo iba a tener la presencia de lo que los franceses llamaron “tercer Estado”, esa inmensa y anónima plebe con cuyo sudor se ha construido todo lo que hoy vemos en pie.

Juan Carlos y Sofía planificaron la política matrimonial de su descendencia pensando en contentar a los tres estamentos del Antiguo Régimen. A la mayor, que es la más “borbona”, la casamos con alguien con titulo y apellido aunque esté tieso. Un chico clásico y formal, gominoso, devoto y elegante. A la segunda, que es más rocera, con el hijo de un banquero o un industrial, sin blasones pero con pasta y contactos entre quienes la manejan. Un mozo más viajado y profesional, universitario, deportista y liberal. Y el chico, como le van todas, que se case con quien le dé la gana. Y si la que le gusta resulta ser hija de un taxista o un ferretero pues, aunque nos joda, le damos la vuelta al tema y nos tiramos el rollo del “aggiornamento” de la institución, la puesta al día de la Corona y la modernidad.

Hay que decir que los principios fueron buenos pero muy pronto se vio que las cabras tiraban «p’al» monte. Se hablaba demasiado de los pantalones de Marichalar y los trapicheos de Urdangarín. Solo aquel matrimonio que los horteras llamaban “morganático”, aquella Letizia, divorciada, republicana, de provincias, hija de enfermera sindicalista y técnico de radio, estaba a la altura de lo esperado. El resultado de todo lo anterior pudo percibirse en la composición de la tribuna de autoridades en la parada militar del pasado doce de octubre. Al noble Marichalar hace años que se le dio puerta y la Infanta Elena acabó sentada junto a, ¡glups!, Rubalcaba. En cuanto a Cristina y su burgués esposo…

El caos familiar de la Casa Real es una metáfora de lo que ha deparado la historia española en los dos últimos siglos. En todo ese tiempo, tanto las nuevas como las viejas élites se han limitado a buscar su encaje en los diversos regímenes exhibiendo, no solo su grosera despreocupación por el bien común, sino su honda incompetencia para desarrollar siquiera una idea clara de país. Durante dos siglos, los mismos en los que nuestros vecinos asentaban su paso a la modernidad, nuestros duques y condes se han preocupado únicamente por garantizarse los mecanismos necesarios para poder cambiarse de pantalones tantas veces como les viniera en gana. Exactamente lo mismo que nuestra tosca burguesía. Esa proverbial incompetencia han tenido que sufrirla millones de españolitos de a pie en sus carnes plebeyas. Pero al mismo tiempo, son esos españolitos, de los que hoy se pretende que paguen todos los platos alegando que han vivido por encima de sus posibilidades, los únicos que, históricamente  han dado la cara por su país. Solo ellos murieron en Cuba o Annual; solo ellos consiguieron, a base de huelga y militancia, cambiar el régimen feudal bajo el que se venía desarrollando la economía española. Ellos poblaron los arrabales embarrados de las grandes ciudades durante el franquismo y partieron a Suiza o Alemania para ayudar a capitalizar, con sus remesas, un país incapaz de salir del abismo por si solo. Mientras esos millones de plebeyos luchan hoy por sobrevivir a esta intensa tormenta padeciendo recortes y absurdas recriminaciones, la también plebeya Letizia se bate en solitario para que la opinión pública se olvide de los elefantes, las queridas y los yernos putrefactos. Plebeyos en acción, un clásico de la historia de España.

Quiero, desde aquí, desear a los primeros un pronto y rotundo éxito y, a pesar de reconocerle el mérito, un fracaso estrepitoso a la segunda.

Jesús Cirac

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