Javier Mariscal: “En Caspe pasé los años más felices de mi vida”

 

Conseguir esta entrevista no ha resultado tarea sencilla. Lógicamente, Mariscal es una persona muy ocupada y, además, vive en Barcelona lo cual complica bastante las cosas. Después de afrontar varios fracasos, gracias a las buenas artes de Prado Murillo, logramos concertar una cita. Fue hace pocos días, en su estudio, un hermoso espacio industrial reconvertido en vergel en pleno Poble Nou. Según las indicaciones que había recibido, me presenté sin avisar, casi de improviso. Pero creo que en realidad no me esperaba, o que se había olvidado. Al menos eso fue lo primero que pensé al encontrarme frente a frente con él y evaluar con rapidez su cara de despiste. ¿O era de disgusto? 

Todos sabemos quién es Javier Mariscal porque algunos de sus trabajos han alcanzado reconocimiento mundial, porque ha sido candidato a un Óscar de Hollywood, porque ha diseñado de todo, desde ropa a muebles o carteles de cine y, por si fuera poco, porque él parió a Cobi. Muchos caspolinos, además, sabemos que pasó los veranos de su infancia en la finca que su familia poseía a pocos kilómetros de Caspe, en el Vado, en la orilla del río Guadalope. Como consecuencia de ello, de alguna forma, siquiera levemente, le hemos considerado siempre uno de los nuestros. Él mismo lo ha contado en diversas ocasiones. Hace apenas un año en una larga entrevista concedida al periodista Juan Cruz para El País. Solo por eso, los agitadores estábamos obligados a entrevistarle. A eso habíamos venido. 

Tengo que decir que no fue fácil empezar y que la entrevista no siguió los cauces habituales, un cruce más o menos ordenado de preguntas y respuestas. A veces las cosas resultan sencillas y otras veces no. Para ser sinceros, aquella no pintaba muy bien. El arranque fue gélido. Notaba poco interés en el entrevistado y, en el fondo, era bien capaz de entender ese aparente desdén. Admito que estaba un poco desnortado y que no sabía muy bien qué hacer. Ni siquiera podía arriesgarme a intentar un acercamiento por los flancos. Intuía que podía ser muy muy contraproducente. Lo mejor era ser directo y rápido como una canción de los Ramones, sacar lo que pudiera durante el tiempo que durase aquel encuentro y a otra cosa mariposa.

Pasamos directamente a hablar de Caspe.

 

Mi familia materna era de Zaragoza, eran burgueses y tenían esa finca en Caspe desde siempre. Mi madre era de Zaragoza y mi padre de Castellón. La finca era de la abuela. No sé si tenía vínculos familiares con Caspe o con cualquier otro pueblo como Alcañiz o Escatrón o si, simplemente, tenían allí la finca como la podían haber tenido en cualquier otro sitio. Desde pequeños pasábamos los veranos allí. Todos los hermanos. Justo acabar el colegio cogíamos la carretera y marchábamos a Caspe. Nosotros vivíamos en Valencia. Recuerdo que era un viaje largo por carreteras llenas de curvas y de polvo. Pasábamos el verano completo. De junio a septiembre y, además, es que entonces el curso empezaba a finales de septiembre con lo que el verano era muy largo. Yo nací en febrero y aquel junio ya me llevaron a la finca o sea que ya de bebé, con muy pocos meses de vida, tuve contacto con ella.

Estuve yendo a Caspe todos los veranos hasta que cumplí los dieciocho años, en 1968, que es cuando me fui de casa y ya dejé de ir a Caspe con tanta regularidad. Mis hermanos sí, ellos siguieron yendo hasta muchos más tarde, hasta los años ochenta, mientras vivió mi abuela.

Caspe representaba un mundo feliz, fantástico, libre. Los años cincuenta fueron duros, aquella España era muy austera. Nosotros éramos hijos de burgueses y llegar a la finca significaba encontrar la libertad, los pinares, las alamedas junto al río, vivir las distintas tareas del campo. La trilla, por ejemplo, con todo el proceso de cargar los carros tirados por mulas y llevar el trigo hasta la era y allí hacer la montañeta con la mies y aventarla con las horcas, separar el grano y ensacarlo. Una manera inteligente de hacer las cosas. No sé si los romanos ya lo hacían así pero es un sistema ingenioso. O la vida en la huerta, reconocer aquel manzano o aquel peral, recoger higos, secarlos en un cañizo, hacer cabañas entre los pinos, organizar carreras en bicicleta. Recuerdo la fiesta que hacíamos cuando el agua llegaba por la acequia, el calor, las chicharras cantando a todas horas. Aquella vida en la finca, para unos niños de ciudad, era de ensueño. Ordeñar la vaca y recoger la leche. Hacer orejones. Cosas sencillas que a nosotros nos parecían increíbles. Hacíamos adobes para las pequeñas obras de la casa. Usábamos arcilla, paja, caca de vaca. Lo amasábamos todo y lo metíamos en moldes y los poníamos a secar.

Recuerdo las riadas del Guadalope, el río bajaba ancho con toda el agua marrón. Nos bañábamos en el Vado y nos tumbábamos a la sombra de la alameda. Nos llamaban desde casa para comer y siempre nos costaba subir porque queríamos estar más rato en el agua. Otras veces hacíamos excursiones a muchos sitios distintos. Bajábamos por el cauce del río hasta su desembocadura en el Ebro o, al contrario, subíamos hasta Miraflores. Nos gustaba mucho el puente de Masatrigos. Otras veces íbamos hasta la Sierra de Vizcuerno o a Alcañiz o Chiprana o cruzábamos el río y visitábamos la parte de la finca en la que estaba el cabezo con el polvorín y el poblado prehistórico encima. Íbamos a cazar conejos con hurón, me acuerdo de despellejar las liebres, de matar animales para comérnoslos, una gallina, un cordero…

Éramos mucha gente en casa, mis padres, mi abuela, todos los hermanos. No éramos niños solitarios, aislados del mundo. Siempre había mucha peña. Teníamos contacto con vecinos y también con los medieros de la finca y la gente que trabajaba allí. Me acuerdo de un chaval que vivía en una torre cercana. Se llamaba Félix y sus padres le llamaban para que volviera a casa: “Felisiiiiin, ven p’acá, mecagüendios” (modula la voz adoptando acento caspolino) “Ya voy, ya voy p’allá”. Aún me acuerdo bien del acento, puedo hablar bien como un maño, si quiero. Le preguntabas a un paisano y te decía: “El agua, baja poca y ruin”, “La cosecha, mal. Los empeltres, mal”. Siempre lo mismo, siempre quejándose. Me acuerdo mucho de los motes curiosos que tenía la gente. La tele ha machacado todas esas expresiones. Las nuevas generaciones las han perdido y ya no hablan así. Yo aún pude conocer esa forma de expresarse.

También íbamos al pueblo. Me acuerdo bien de los olores de Caspe, la carnicería, el pan, la pastelería, el olor de la calle Mayor después de que la hubieran “rugiado”. Me acuerdo de la pescadería a la que íbamos a comprar. “Congrio llegado en el tren desde Tarragona”. De la “paraeta” donde comprábamos tebeos, “Hazañas Bélicas”, “Roberto Alcázar y Pedrín”, el “Pumby”. Aunque luego yo mismo he dibujado tebeos, no era más entusiasta que mis demás hermanos. Todos leíamos. Mis padres siempre nos llevaban una noche a las Fiestas. Nos lavaban bien, nos repeinaban y nos paseábamos. La gente nos miraba como a bichos raros. Recuerdo las Fiestas de agosto como algo muy importante. Ya a finales de los sesenta nos acercábamos al pueblo en bici o en auto-stop y Caspe nos parecía Nueva York. Con la adolescencia ya empezó la movida, los chicos, las chicas… Las Fiestas eran muy graciosas. La gente salía mucho. Había luces, orquesta y aquellas chicas que cantaban y a las que llamaban “animadoras”.

No sé si aquellos años han influido en lo que he hecho después o no. Puede ser un topicazo pero aquella es la época más feliz de mi vida. Era virgen en todos los sentidos y cualquier experiencia resultaba increíble. El olor del romero, buscar la sombra para escapar del calor, las hierbas del monte, las plantas de la rivera del Guadalope. Haber labrado el campo y haber ayudado a las tareas agrícolas. Éramos libres, nos sentíamos como Tarzán. Vivíamos en un paraíso. Todo era maravilloso. Las experiencias que vivimos fueron definitivas, el ruido de las moscas y las moscardas, los saltamontes y las chicharras, conocer el cambio de una carretera por la que al cabo del día no pasaban más de seis o siete coches hasta el punto de que nos parábamos a verlos y contarlos cuando circulaban levantando polvo y ver luego como, con los años, asfaltan la carretera y el país se va aclimatando a los cambios. No acabo de creerme haber tenido una infancia tan feliz y privilegiada.

En los años cincuenta, en Caspe, pude conocer maneras de vivir muy primitivas, anteriores a la sociedad industrial. No teníamos luz, nos alumbrábamos con velas y candiles. Un día, alguien trajo un transistor de Andorra y flipamos todos. De mayor me di cuenta de lo que habían cambiado las cosas. Hasta los sesenta el botijo, por ejemplo, era una cosa fundamental, un objeto importante, que llevabas a todos los sitios y que te facilitaba la vida. Un pan, era otra cosa importante. En los setenta viví en Ibiza dos años y medio y viví así, como en Caspe. Pillé todavía la vida payesa antes de que la isla cambiase y toda la gente también, o se marchase de allí. También allí viví en una época casi medieval.

No tengo nostalgia de aquello porque odio la nostalgia, no sé lo que es. Soy de los que viven día a día y mirando para adelante siempre. Pero claro que la finca del Vado y Caspe son cosas de gran cariño para mí. Lo mismo que Batea, Maella, Chiprana o Escatrón que son sitios que asocio de forma automática a aquellos veranos. La relación con todo aquello es de un cariño tremendo.

Y, pum, se acabó. Yo mismo me di cuenta de que ya estaba todo dicho y preferí tomar la iniciativa antes que hacerme acreedor a una tarjeta roja. Ni siquiera cumplí con el ritual agitador que exige que todo entrevistado se moje recomendando una peli, un libro y un disco. Las cosas habían ido mucho mejor de lo esperado. Al final, el encuentro había durado más de lo que había previsto al empezar y, bien visto, Mariscal había contado muchas cosas interesantes. Por supuesto que me hubiera gustado hablar de otras cosas también interesantes pero ya habrá tiempo para ello.  

Jesús Cirac

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Para quien quiera saber más sobre Javier Mariscal, adjuntamos los links de dos interesantes artículos publicados en El Pais.

http://elpais.com/diario/2009/08/16/domingo/1250390790_850215.html

http://cultura.elpais.com/cultura/2012/08/17/actualidad/1345207497_987250.html

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