Juego de Tronos: De dragones, putas y enanos.

 

No he leído las novelas ni tengo intención de hacerlo. Me quedaré sin saber si fue antes el huevo o la gallina, si el libro es mejor que la serie o al revés. Lo advierto antes de empezar, no soy un freak (eso creo, al menos) Ni siquiera soy fan de ese tipo de historias. Cuando Antena 3 inició la reposición de la serie después del pase de sus dos primeras temporadas por Canal +, simplemente me dejé llevar. Sin excesiva convicción. “Ja!, otra secuela de El Señor de los Anillos”, me dije. “Mantendré las distancias, le daré una oportunidad a los dos primeros capítulos y si no me convencen demasiado volveré a postrarme ante el fuego sagrado de los altares de The Wire y Mad Men”. Actué ensoberbecido por mis prejuicios gafapásticos, lo sé. No me importa reconocerlo. Tampoco me importa reconocer que aquellos dos primeros capítulos dieron pie a un tercero y un cuarto y que, entregado ya en cuerpo y en espíritu a la causa de los Stark, decidí rebelarme contra la tiranía del capitulo semanal y me hice con el resto de las entregas por medios que no confesaré aquí pero que me permitieron meterme entre pecho y espalda los capítulos que me faltaban de la primera temporada y toda la segunda en, literalmente, dos tardes. Una y dos.

Por suerte, Juego de Tronos no era exactamente lo que yo pensaba. Supongo que a esta misma conclusión habrán llegado millones de espectadores para los que la visión de otro relato épico basado en un difuso universo medieval poblado por orcos y elfos resultaba, a priori, poco apetecible. La sombra de Tolkien es aún demasiado larga y el camino que abrió no siempre consigue guiar a un público adulto cansado de los personajes planos, los diálogos ñoños y la falsa imaginación que suelen inundar ese tipo de producciones. El mérito de George R.R. Martin consiste en haber construido una obra puramente “de género” con aporte de materiales totalmente ajenos a él. Así, en Juego de Tronos, los mayores combates no se libran en los campos de batalla sino en el interior de unos personajes increíblemente ricos y acertados en su alejamiento de cualquier simplificación maniquea. Ni son bobaliconamente buenos ni esquemáticamente malos. Dudan, mienten, sufren o se equivocan arrollados por su ambición, su debilidad o su miedo. La riqueza de dichos personajes alcanza su cenit por un lado en la caracterización de los roles femeninos, verdaderos urdidores de las tramas más interesantes y dotados de mucha más fuerza e interés que los masculinos y, por otro en la maravillosa complejidad de ese magnifico descubrimiento que es Tyrion Lannister, el enano culto, depravado, cínico y sensato al que acojo, desde ya, como uno de mis personajes favoritos de todos los tiempos.

Otro de sus muchos aciertos ha consistido en no haberse ceñido al sobreexplotado universo de las mitologías nórdicas. Si bien los Stark habitan en el frío norte y encajarían a la perfección en el reparto de cualquiera de esas sagas escandinavas que tanto gustaban a Borges, Martin ha ampliado considerablemente las coordenadas de su relato incorporando multitud de referencias geográficas, históricas y literarias que aportan oxigeno y amplitud de miras a una narración que, de otra manera, hubiera tenido dificultades para elevarse por encima de la media habitual en el género. Así, en un contexto europeo que podríamos identificar con los Reinos de Poniente, resulta relativamente sencillo señalar hitos tan claros como la Guerra de las Dos Rosas, enfrentamiento que en pleno siglo XV protagonizaron las casas de York (Stark) y Lancaster (Lannister) con el trono de Inglaterra en disputa, o el no menos célebre Muro de Adriano levantado en el norte de la provincia de Britania, en tiempos del Bajo Imperio Romano, para aislar en sus fríos territorios a los combativos Pictos, de quienes se decía que, entre otras cosas, practicaban la antropofagia. De la misma manera, al otro lado del Mar Angosto, en las tierras áridas bañadas por el sol del mediodía que podemos identificar con África u Oriente, se extienden los territorios de los Dothrakis en cuya fiereza, carácter nómada y amor por los caballos es fácil ubicar a toda una caterva de tribus (xiongnu, hunos, escitas, tártaros, mongoles) que a lo largo de los milenios han asolado las estepas euroasiáticas poniendo en jaque a las más antiguas civilizaciones. Juego de Tronos se nutre por igual de la Historia, la Mitología y la Literatura; de Babilonia, Snorri Sturluson o la épica del Gran Norte del mejor Jack London pero no le hace ascos a géneros menores, como el cine de Zombis, en la que constituye, a mi juicio, la más interesante y acertada de todas sus tramas: los enigmáticos “caminantes blancos” Y luego está el sexo. En los Reinos de Poniente se folla mucho y, además, la gente no se esconde para hacerlo. Aquí no hay elfas prerrafaelitas susurrando en lenguas ininteligibles ni hadas blancas revoloteando entre arroyos cristalinos, aquí hay putas revolconas que ríen mientras se despojan de sus vestimentas con descaro y reinas depravadas que hacen cosas que ni a mencionar me atrevo. El sexo pesa en Juego de Tronos, alimenta sus tramas y se exhibe sin ningún pudor. Material no apto para niños pero infinitamente atractivo para sus papis que son, al final, los que pagan las cuotas de HBO.

Juego de Tronos me gusta porque es un cruce entre El señor de los Anillos y Falcon Crest, un ameno juego de rol rebozado en Shakespeare, un producto inteligentemente diseñado para agradar y divertir a todos los públicos posibles. A los heavies por razones obvias. A los hipsters porque ver series de televisión es cool. A los espectadores de Intereconomía porque es evidente que los Lannister no son más que títeres de Rubalcaba. A los gays porque abundan los efebos y los guerreros de torso sudoroso. A los heteros porque también abundan las tetas sonrosadas y los culos en pompa. A Arturo Pérez Reverte porque los personajes juran como bestias y los soldados no participan en misiones humanitarias en Palestina o Kosovo sino que pegan hostias como panes pasándose la corrección política por el forro. A las “nazifeministas” (Reverte dixit) porque los personajes femeninos son más fuertes que los masculinos. A Juan Manuel de Prada porque hay muchos dioses y la gente es muy creyente y se pasa el día rezando… Y también a tipos aburridos como yo. ¿Qué por qué? Pues no sabría decirlo. Probablemente por el mismo impulso irracional que me hizo desear poseer una katana de Hattori Hanzo inmediatamente después de ver Kill Bill. Un impulso irracional que en estos días me lleva a contar frenéticamente las horas que faltan para el 13 de marzo de 2013, fecha de estreno de la tercera temporada, y a descuidar muchas de mis obligaciones personales en pos de la paz en los Reinos de Poniente. ¿A quien coño puede importarle el comportamiento de la prima de riesgo mientras un solo caminante blanco siga acechando más allá del muro? Que suban el IVA si quieren, que me cobren las medicinas o el aire que respiro si les place, pero que no se les ocurra tocar mi hoja de acero valyrio!!!

Jesús Cirac

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