El pasado 25 de noviembre se conmemoró el día contra la violencia de género. En esa batalla contra lo que ya se conoce como terrorismo doméstico se ha avanzado mucho. Hay campañas públicas contra él, los medios de comunicación y parte de la sociedad están mucho más sensibilizados hacia ese problema, se ha legislado frente a esas prácticas e incluso la judicatura y la policía suelen mostrar una diligencia que hace no mucho era impensable. Sin embargo, la sangría sigue y sigue. Más de 700 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o exparejas durante los diez años que lleva en vigor la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Llevamos medio centenar en lo que va de año. Dos de ellas el pasado lunes, además de otra mujer herida.
Cada una de ellas no parece merecer el circo mediático que se montó cuando fue asesinado el aficionado ultra de un equipo de fútbol hace diez días, pero sus historias son al menos igualmente trágicas. Y la pregunta se impone: ¿cómo es posible que siga ocurriendo? Desde luego, algo más podrían hacer los poderes públicos, por ejemplo que el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad no reduzca un 30% los fondos destinados a la prevención de esa violencia, como ha hecho desde que llegó al poder el actual gobierno. Pero la responsabilidad alcanza a muchos más, y empieza en las situaciones más ordinarias y aparentemente banales.
En las últimas semanas me he topado con varias de ellas. El mes pasado, mi madre me contaba lo que acababa de pasarle a una joven vecina. La chica, estudiante universitaria, decidió trabajar de camarera a media jornada para colaborar en la economía familiar. Fue a varios locales zaragozanos a preguntar si había trabajo. En uno de ellos, el dueño le preguntó si necesitaba dinero y le propuso pagarle si ella le hacía “un servicio”. Ella tenía 18 años y el hombre edad suficiente para ser su padre. Por esos mismos días, presencié una cena en un restaurante. Ocupaba una mesa un grupo de hombres rondando los cuarenta años que, a medida que agotaba las botellas, subió el tono de sus comentarios hacia la joven que les servía. Al final, cuando ella pasaba cerca se elevaban distintos sinónimos del verbo copular, y no los más suaves, y las miradas parecían quemar a juzgar por el rostro temeroso que se dibujaba en ella. Algunas de las frases que se dirigían entre sí los comensales acababan en tono jocoso con el término “zorra”. Nadie hizo nada por pararlo. Yo tampoco.
Son solo dos botones de muestra, quisiera creer que poco habituales. Pero el problema es quizá la presencia capilar de hechos así, que puedan tener lugar cualquier día sin que produzcan censura social alguna. Los estudiosos muestran que la violencia, en este caso contra las mujeres, suele tener raíces profundas. Y tiene más fácil germinar allí donde existen elementos que la abonan y banalizan, como la agresión simbólica y verbal, las identidades gregarias o un concepto depreciado del otro/otra que lo reduzca, por ejemplo, a objeto sexual.
En las últimas décadas se han hecho enormes avances en la relación entre hombres y mujeres en los planos legal y cultural. Hace cuarenta años, pasaban cosas que hoy parecen tan prehistóricas como que las mujeres no pudieran abrir una cuenta en el banco sin el permiso de sus maridos, que fueran condenadas por adulterio o que el código penal no tipificara como violación la agresión sexual por vía anal. Espero que dentro de otros cuarenta, y de muchos menos, también sean solo un mal recuerdo las cosas que aún cabe ver hoy. Pero que así sea depende de todas y todos. Porque no es un problema individualizable, a chicas y hombres concretos. Es social y nos incumbe a cada una de nosotras y, quizá sobre todo, de nosotros.
Precisamente el día 25 de noviembre sabía de un grave caso de violencia de género. Una conocida llevaba una vida que parecía ideal con su pareja e hijos. Incluso tuve la ocasión hace tiempo de conocer a su marido y daba una imagen educada, amable y aparentemente “normal”. No, desde luego, la de un maltratador capaz de golpear a su mujer. En la vida, al contrario que en las películas de Hollywood, la gente no suele tener caracteres planos ni es tan fácil identificar a primera vista al malo. Como escribiera la filósofa Hannah Arendt a propósito del criminal nazi Eichmann, para explicar la violencia no es necesario recurrir al “mal radical” ni a caracteres demoníacos. Puede estar también camuflada y emerger en personas de apariencia normal. Ella lo llamó la banalidad del mal. Fue y es una expresión controvertida, pero permítanme recuperarla aquí para aludir a ese machismo poco banal que prepara para sus más destructivas manifestaciones desde las situaciones aparentemente más banales.
José Luis Ledesma