Hassan Sabbah se internó en lo más profundo de los remotos montes Elburz buscando un lugar en el que fraguar su sangrienta venganza. Sobre un peñón de acceso imposible construyó su fortaleza y, rodeado de volcanes extinguidos de más de cinco mil metros de altura, se encerró con lo más granado de su ejercito de fanáticos “hashishin” convencido de que ningún poder sobre la tierra sería capaz de vencerle. Desde Alamut la secta de los asesinos aterrorizó a cristianos y a musulmanes durante más de doscientos años. Gracias, entre otros, a las crónicas de Marco Polo, Alamut fue durante siglos sinónimo de aislamiento y misterio; de lejanía y secreto. Desde Alamut recibí una llamada que no esperaba. Un amiguete que viajaba por Irán quiso ponerme los dientes largos ¿De verdad me llamas desde Alamut? Sí ¿Y tienes cobertura? Toda la que quieras y más.
No hace mucho otro amigo viajero me envió un guasap desde Termez, una pequeña ciudad a orillas del legendario Amu Darya, el Oxus de Alejandro Magno, en la actual frontera entre Uzbekistán y Afganistán. Tenía también cobertura de sobras y ganas de tocarme los cojones. La misma cobertura que disfrutan los atildados beduinos que pastorean sus rebaños de dromedarios mientras envían compulsivamente mensajitos con sus móviles de última generación en el mismo Wadi Rum en el que Lawrence de Arabia ocultó su pequeño ejercito “bedú” durante la revuelta árabe contra los turcos.
Si usted es de los que piensan que el móvil ha destruido el romanticismo y el misterio que un día tuvo viajar, debo corregirle. Quizá las estepas asiáticas o las selvas africanas hayan perdido su interés a causa de la imparable contaminación occidental pero muy cerca de usted todavía quedan enclaves emocionantes y salvajes. Es emocionante y salvaje conducir entre Caspe y Bujaraloz sabiendo que, si su coche le deja tirado, no podrá comunicarse con la civilización por vía telefónica. Lo mismo que si decide visitar Motorland desde Caspe. Muy pronto comprobará que su teléfono móvil queda mudo y sordo al cabo de la primera curva. A escasos kilómetros de esa Meca del motor que tantos millones nos ha costado, no podrá recurrir a nadie si es su motor el que falla. El individuo frente a la naturaleza, el viejo ideal romántico todavía palpitante a escasos metros de sus hogares.
Pero este curioso fenómeno no solo ocurre en esa “tierra hermosa, dura y salvaje” a la que Biel llama “el territorio”, también la capital del Ebro, la civilizada y cosmopolita Zaragoza, padece el mismo síndrome. Similar aislamiento encontrará en muchos lugares del zaragozano Actur, a menos de un kilómetro del pabellón puente de los sesenta millones de euros y de las ruinas de la Expo, o en muchos de los valles de ese Pirineo en el que tantas esperanzas de progreso hemos depositado los aragoneses. Lo mejor de todo esto es que en buena parte del mundo mundial la cobertura de los móviles es suministrada por una compañía cuyo presidente es de Zaragoza y que, para mayor abundamiento, en la gran avenida que lleva el nombre de su padre es casi imposible mantener una conversación telefónica sin que la comunicación se vea constantemente interrumpida.
Son esas pequeñas cosas que nos hacen especiales y mágicos.
Jesús Cirac