Mad Men. Están locos estos romanos.

Don Draper se aburre. Es agresivamente guapo, nada en dinero, el éxito le persigue. Pero se aburre. No le basta con coleccionar exóticas amantes, diseñar las más exitosas campañas publicitarias y llevar los trajes mejor planchados. Todo eso le mata de aburrimiento. Tiene todo lo que un americano desearía tener pero el aburrimiento le corroe, le ciega, le anula. Su hermosa esposa, antigua modelo de buena familia, rubia, esbelta, deseable, elegante, educada, contenida, sumisa. Sus adorables hijos, niño y niña. Su confortable vivienda unifamiliar ubicada en una luminosa área residencial de la periferia neoyorquina. Sus vecinos, blancos, anglosajones, condescendientes, correctos. Su despacho, amplio, moderno, funcional, con generosas vistas a la avenida Madison. Todo eso a Don Draper le agobia. Intenta huir apurando cajetillas y cajetillas de rubio americano, bebiendo litros y litros de güisqui, llevándose a la cama a toda hembra que se cruza en su camino. Pero el aburrimiento siempre vence y cuando anochece y Don Draper, el visionario, el campeón de la industria del marketing, el genio de la comunicación, el hombre más envidiado de Manhattan, toma el tren en Grand Central Station y vuelve a su idílico hogar y contempla, aturdido por la nicotina y el alcohol, todo aquello con lo que el buen Dios ha querido premiarle siente algo muy parecido a la nausea.

En esencia la exitosa serie Mad Men no es otra cosa que la crónica de una nausea. Solo que ha conseguido no parecerlo. Lo que, a simple vista, parece es un exuberante ejercicio de nostalgia por una época mitificada en exceso, un apabullante despliegue de energía visual, un catalogo interminable de iconografía pop. Por eso tiene tanto éxito. Porque es apta para todos los públicos y cada espectador puede quedarse con lo que le conviene. Admite lecturas absolutamente opuestas pero compatibles entre sí. Y cuando algo así ocurre, lo único que podemos hacer es reconocer que nos hallamos ante un producto genial.

Para algunos, revistas de tendencias incluidas, la serie es poco más que las curvas de Joanie, la explosiva secretaria interpretada por la actriz Christina Hendricks, o el color de la corbata de Draper. Y es cierto que la serie aprovecha como ninguna el efecto de la ambientación convirtiéndola en uno de los sostenes de la trama, casi en un personaje más. Pero ese impresionante efecto documental no se limita a aspectos como la moda o la decoración. Mad Men no es un mero experimento de exaltación vintage. Lo que a lo largo de las temporadas el espectador acaba percibiendo es como los cambios en las estructuras sociales y en la moral y las costumbres experimentados por los Estados Unidos en los años sesenta acabaron por transformar al planeta entero. La incorporación de la mujer al mundo laboral con el consiguiente cambio de roles, la batalla por los derechos civiles de la población negra, la relajación de las costumbres o el asesinato de Kennedy. Todo ello es oportunamente intercalado en una trama que, más allá de sus implicaciones visuales y aun fashionistas, sigue la senda marcada por los grandes de la literatura norteamericana.

Quizá de quien más se nutra la figura de Don Draper y su mundo decadente y extraño sea de “El hombre del traje gris” la magnifica novela de Sloan Wilson oportunamente editada por Libros del Asteroide en 2009 y llevada al cine en 1956 con Gregory Peck como protagonista. Hombres con traje gris, que toman el tren cada mañana para desplazarse a su puesto de trabajo en una oficina de Manhattan. Hombres con el alma gris que aspiran a ascender, peldaño a peldaño, hasta lo más alto sin ser conscientes de cuanto de sí mismos van dejando en el camino. Hombres con presentes y futuros grises que luchan por superar pasados todavía más oscuros de los que nunca consiguen deshacerse. Pero Don Draper comparte también rasgos con otros clásicos literarios. Ahí está el célebre Harry “Conejo” Ángstrom de John Updike. Un hombre empeñado en escapar de todo lo que le espera para llegar a ninguna parte. O la galería de beatniks alocados y huidizos propuesta por Jack Kerouac en “En el camino”. O Seymour “El sueco” Levov de “Pastoral Americana”, del reciente premio Príncipe de Asturias Philip Roth, a quien la vida decide otorgar todos los dones, belleza, dinero, fuerza, sabiduría, energía, éxito, sensatez, para castigarle después con el remordimiento de haber engendrado a una terrorista, a una asesina, lo que le impide alcanzar plenamente el sueño americano. O el Charles Foster Kane de Orson Welles, para quien el éxito terrenal vale menos que un trozo de madera pintada condenado al fuego y al olvido.

Visto así, Don Draper se nos antoja una especie de monstruo construido con retales de otros antihéroes americanos. Algo así como un ente sin vida propia, movido por su egoísmo, por un impulso nihilista con el que resulta complicado empatizar. Pero solo el paso de los capítulos y el conocimiento que vamos adquiriendo de sus otras vidas nos habilita para juzgarle adecuadamente. Draper sabe lo que es perder. Ha paladeado con demasiada frecuencia la frustración y la derrota y se ha empeñado a fondo para sobreponerse a sus efectos. Nadie le ha regalado nada de lo que posee. Todo eso que, paradójicamente, le aburre tan mortalmente. Esa es su contradicción y su debilidad. Sus victorias sociales le han permitido huir de lo que fue pero a cambio ha tenido que pagar el precio de convertirse en alguien a quien, en el fondo, detesta.

Don Draper es un triunfador, así lo ha querido, pero la realidad que espera tras el triunfo deja poco margen para la esperanza. Ser el mejor es sencillamente un coñazo. Tener lo que todos desean no merece la pena si para ello te has visto obligado a dejar atrás aquello por lo que en realidad suspiras. A ese Don Draper tan vulnerable y humano, lejos de despreciarle o condenarle, no podemos dejar de alabarle como una de los personajes más fascinantes de las últimas décadas. Al cabo de las temporadas y los capítulos, caemos rendidos ante su complejidad y acabamos queriéndole como a un amigo de la infancia. A quien no le gustaría vaciar un par de botellas en compañía de Draper en la barra de un bar oscuro de Manhattan, rodeado de agresivos hombres de negocios, de bohemios desaliñados y carentes de cualquier preocupación, de turbios abogados judíos entretenidos en complacer a sus jóvenes amantes. A quien no le gustaría escuchar de labios de Draper todos sus secretos, todo lo que, sin conocernos de nada, sabe de usted, de mí, de todos nosotros.

No se pierdan la quinta temporada de Mad Men que, desde el pasado mes de mayo, se emite en Canal +. Y si no cotizan búsquense la vida como puedan. Se están perdiendo la autentica “gran novela americana”.

Jesús Cirac

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