Cuando Heloísa Eneida Menezes Paes Pinto descubrió, mucho después de que la canción se convirtiera en el tema más versioneado de la Historia, que ella, y no otra, había inspirado a Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes su célebre “Garota de Ipanema” decidió sacar partido del asunto. Lo intentó de muchas maneras. Posó para Playboy. Probó con el cine. Hoy vende bikinis y cobra por mostrar su viejo álbum de fotos en su página web.

                        La leyenda dice que todas las tardes los dos cuarentones se sentaban a beber güisqui en la terraza de un bar de Río de Janeiro. Entre trago y trago disertaban sobre viajes, música y poesía. Cuando la joven Helo, apenas una quinceañera, pasaba ante sus ojos enrojecidos por el alcohol el mundo se detenía y los dos genios caían en un estado de profunda tristeza. Aquella chica tan linda y llena de gracia simbolizaba todo lo que ellos habían perdido. La belleza, la alegría inocente de la juventud, la ingenuidad que precede a todo descubrimiento trascendental. A principios de los sesenta Tom Jobim y Vinicius de Moraes formaban ya el tandem de compositores más inspirado del planeta. Eran capaces de componer las canciones más hermosas, de conquistar el corazón y el cerebro de héroes como Sinatra y de generar más royalties que las grandes estrellas anglosajonas. Pero carecían de la fuerza necesaria para levantarse de la mesa y acompañar a la virginal Helo camino del mar. Podían recrear la grandiosidad del mundo en una y mil maravillosas canciones pero a aquellas horas de la tarde estaban ya demasiado borrachos, viejos y cansados para participar de ella de cualquier otra manera. La vida era demasiado hermosa como para formar parte de ella.

                        Nada mejor que la vieja versión de “La chica de Ipanema” para combatir la depresión navideña. La deliciosa desgana de Joao Gilberto. La voz dulce y casi desafinada de Astrud Gilberto. El saxo explosivo de Stan Getz. El perezoso solo de piano con el que Jobim se encarga de recordarnos que en Brasil hace demasiado calor para correr; que hay que tomarse la vida con calma y disfrutar de lo que ésta tenga a bien ofrecernos. La empalagosa pretenciosidad de la Navidad; su pastoso discurrir; ese pasteleo casi amargo basado en modelos estéticos importados de los países del frío y aburrido norte, me hacen querer pasar la tarde emborrachándome en cualquier lugar cálido y lejano. Los anuncios de colonias en inglés y el rollazo de las cenas de empresa para festejar un año más el triunfo absoluto de la rutina y el aburrimiento me llevan a soñar con tostadas garotas en flor, con litros de cerveza helada y conversaciones intrascendentes con amigos tan frívolos e intrascendentes como yo. Quedarme adormecido sobre una mesa repleta de botellas vacías mientras el sol se oculta más allá de los morros de Río y una brisa fresca llegada del mar mece mi embriaguez dulce y tranquila; tararear viejas y hermosas canciones acunado por el reflujo del alcohol mientras mi vecino, a miles de kilómetros de distancia, se disfraza de Papa Noel tras comprobar que ese año tampoco le ha tocado la lotería. Qué cosa más linda.

Jesús Cirac

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