Cuentan los sabios, pero sólo Alá sabe todo, que había una vez un comerciante ambicioso en los confines del desierto de Tlakamatán que pensó en la manera de hacerse rico, pues tenía tres hijos, y quería que no sufriesen las privaciones que él soportó durante años. Y pensó en sumarse a las caravanas que atravesaban el desierto para comerciar con el lejano Occidente, tierra de gran riqueza y avidez de mercaderías suntuosas. Y así lo hizo. Vendió sus pertenencias, compró géneros preciosos, y contrató con una caravana que se pondría en marcha al término de aquel verano. De sus tres hijos, los dos mayores estudiaban, y no era posible su inclusión en el viaje. Así que fue el más pequeño el elegido para acompañar al comerciante: era hombre sentimental, y desde la muerte de su mujer, sólo encontraba consuelo en el trato con los hijos. Y así empezó su aventura, pues de otra manera no se podría llamar, aunque sus vecinos lo llamaran locura, al peligroso viaje a través del cruel desierto.
Cuentan los sabios, pero sólo Alá sabe todo, que el desierto fue creado para probar la Fé de los creyentes, y verdaderamente, era una feroz prueba, pues el ardiente viento, y el sol, y los días interminables, y las fiebres y enfermedades, especialmente la disentería, y el silencio, y la lejanía del horizonte, siempre igual a sí mismo y el propio viaje, eran una prueba para los comerciantes, guías, y soldados contratados para repeler los bandidos que acechaban escondidos en las arenas…Sólo el pequeño hijo del comerciante parecía divertirse y soportar con alegría lo que el desierto le mostraba para su aprendizaje. Y así fue como el comerciante llegó a la conclusión de que había acertado con su decisión y dio gracias a Alá por aquel hijo que crecía en conocimiento y fuerzas cada día. Cuando llegaron al oasis de Ulan-Yarak, que en mitad del camino ofrecía cobijo, agua, y descanso para volver al camino, depositaron las mercaderías en el caravasar, y visitaron la ciudad, sus húmedas, oscuras y estrechas calles y se sintieron felices por estar allí, tal era la bondad de aquella ciudad escondida entre montañas, en mitad del desierto inclemente. Pero, una maldición había caído en el oasis, les dijeron, y era, pero sólo Alá sabe todo, que los orgullosos sacerdotes, ampliando el templo, que estaba situado en un otero que se alzaba en el final del oasis, levantaron unas torres alrededor del santuario, y no se dieron cuenta, pues su orgullo les llevó a no consultar con los sabios, que habían pervertido la forma original, que era oblonga, convirtiendo el templo en la figura de una tortuga, animal, como todos saben, del más perverso carácter. Derruir el templo sería una impiedad, y dejarlo como estaba era invitar al desastre. Y el desastre llegó, de una manera inesperada, pues los camellos que llegaban al oasis, enfermaban. Unas llagas purulentas se abrían en sus patas, y los animales caían en un sopor cansino, y no podían caminar, ofreciendo un lamentable espectáculo para cualquiera que visitara los corrales donde languidecían. Las mercaderías acumuladas en el caravasar, acrecentaban la riqueza de la ciudad, pero era una riqueza engañosa, como la idolatría de sus habitantes. A más riquezas depositadas, más camellos enfermaban, y el albéitar del oasis tuvo que contratar multitud de ayudantes, pero eran incapaces de sanar a los animales, tocados por la maldición. Los verdaderos creyentes clamaban por la destrucción del templo, pero el consejo de la ciudad, animado por el súbito enriquecimiento, persistían en su herejía. Sin embargo, el genio de los profesores de geomancia, superó la dificultad triunfalmente y apartó a la ciudad del peligro. Para ello cegaron dos pozos que representaban los ojos de la tortuga, incapacitando al mal afamado animal para causar nuevos males. Años después, los verdaderos creyentes arrasaron el oasis, destruyendo el templo cegado, y en la vanguardia de los guerreros cabalgaba aquel hijo del comerciante, devolviendo a la ciudad y a sus habitantes la gloria de la Verdad: No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su profeta.
Malikí Ben-Tarak.