El calendario marca enero de 1989. Desde el Instituto José María Albareda camino hacia mi casa pasando por un recién inaugurado centro de enseñanza: el Colegio Alejo Lorén. Por el camino, observo una escena de lo más cotidiana; los niños juegan, corren, saltan, gritan, se divierten.
Por la noche, frente al televisor, me quedo dormido mientras proyectan Terminator I. Abro los ojos y me encuentro en el caspolino Cine Goya. Creo que he viajado en el tiempo porque se estrena Terminador II, el Juicio Final. En la pantalla Sarah Connor, aliviada, descubre que el T800 -Arnold Schwarzenegger- está ahora de nuestra parte. Pero lo importante no ha cambiado respecto a la primera película de 1984, pues el fin del mundo sigue próximo. Se acerca el 29 de agosto de 1997, el día en el que Skynet, la gran computadora que controla el sistema de defensa norteamericano, toma conciencia y provoca el holocausto nuclear. Su siguiente objetivo será acabar con la raza humana y, de hecho, en el futuro del que vienen los protagonistas, parece que casi lo ha logrado porque ellas lo controlan todo. Pero no todo está perdido. A duras penas, la Resistencia sigue plantando cara a los robots.
El telón baja y sube de nuevo. Cambio de escena. Sigo atrapado en el inquietante sueño y otra vez he viajado hacia delante en el tiempo. Estoy ahora en el año 2014 y creo que, lo que presagiaba James Cameron en su saga Terminator, se ha cumplido. Aunque no exactamente como él imaginaba, las máquinas nos han vencido. Están aquí, entre nosotros, controlándolo todo metidas en nuestro bolsillo, en nuestra casa, en nuestro coche. Nuestra adicción a ellas es total. Los callejeros ya no se venden, pues son las propias máquinas las que guían nuestro camino. Los humanos ya no charlamos bis a bis, sino que hablamos a un pequeño dispositivo o bien permanecemos absortos pulsando una pequeña pantalla mientras caminamos por cualquier punto de la ciudad. Observo que los niños ya no juegan a marros, ya no corren, ya no saltan. Solo mueven sus dedos pulgares mirando hipnotizados hacia un ingenio tecnológico de bolsillo, totalmente ajenos al mundo que les rodea.
Desesperado, camino sin rumbo por el fin del mundo. Llego a un lugar que, al principio, me cuesta reconocer porque, de donde vengo, 1989, aquí no hay casas. Ahora varios bloques de pisos ocultan el edificio. He llegado delante del Colegio Alejo Loren, al parque Federico García Lorca. Mi reloj marca las 5 de la tarde.
Sonrío al comprobar que seguimos resistiendo. Las madres, repartidas en incontables grupos, conversan mientras, en la puerta del colegio, cientos de niños prescinden de las máquinas. Todavía juegan, corren, saltan, gritan. Y son felices. No todo está perdido.
Amadeo Barceló
(publicado en la revista «25 aniversario Colegio Alejo Lorén Albareda»)