Las Coplas de Jorge Manrique son uno de los hitos de la literatura castellana y algunos de sus versos han pasado al acervo cultural de los españoles de forma inapelable. Está claro que «Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir» pero de ahí a pensar que «cualquiera tiempo pasado fue mejor» va un abismo. Sobre todo si hablamos de educación. Hoy es tendencia poner a parir la labor de nuestros docentes. Ellos son los culpables de todo. Ellos y la LOGSE, claro está. Oyendo hablar a los que revindican los días del ayer hasta el punto de ponderar la mano dura con la que se empleaban los maestros «de antes» parece que ese estado tan lamentable en el que se encuentra la educación actual sea una realidad no discutible, una aserción incontrovertida, un apriori que hay que dar por definitivo. Hay otras voces, sin embargo. Algunas, como la que hoy nos ocupa, de padres con hijos escolarizados. Y es que todo es susceptible de ser discutido, hasta las verdades absolutas, y leyendo este texto parece que hasta Jorge Manrique era capaz de equivocarse.
Septiembre es el mes de la vuelta al cole, del comienzo de la liga y el final de las reposiciones de la primera. Aunque una ya sea mayor y casi ni se acuerde de la emoción que supone la vuelta al colegio, la preparación de los libros de tus hijos sigue despertando de vez en cuando cierta nostalgia. No sé por qué mecanismo de la memoria el otro día entre forros, libros y tijeras me acordé de mis antiguos libros, de mis antiguos profesores y, en fin, de mi antiguo colegio, “Las Anas” de Caspe.
Me acordé de los libros que utilizaban para enseñarnos a leer (de la famosa cartilla que tanto me costó) Me acorde del libro “Mi conducta” que con tanto orgullo y dedicación nos obligaban a comprar y posteriormente a leer en cuarto de EGB bajo la inestimable batuta de la hermana correspondiente. “Mi conducta” era un libro de tapas duras en color marrón, sobrio y esquemático, cuyo único fin consistía en hacer de nosotras unas perfectas señoritas y de ellos unos perfectos caballeros. Te explicaba directamente y al grano como debías comportarte, como debías dejar la ropa en tu cuarto, como debías ordenar tu armario, como debías comer. En fin, te ayudaba y guiaba en la procelosa travesía de la infancia a la juventud. Te asesoraba en las buenas costumbres y los buenos modales que nos ayudarían en el futuro a saber comportarnos en sociedad. Puede que el único recuerdo que guarde de ese curso sea la gracia que me hacía, y siempre me ha hecho, el recuerdo de un libro cursi y aburrido y el empeño de la hermana de turno en leerlo casi todos los días. Pienso en el debate actual sobre la asignatura de “Educación para la ciudadanía”. Un verdadero anatema que ha supuesto duros debates parlamentarios e incluso que asociaciones de padres se declaren insumisas para que sus hijos no estudien sus contenidos y así poder mantenerlos al margen de la realidad del momento. Me pregunto si en su momento les preguntaron a mis padres si querían que me pasara todo el curso leyendo un libro cursi para ser una buena señorita.
Pero el mejor libro llego en quinto, con su respectiva señorita y su ya tradicional lectura de “La vida sale al encuentro” de José Luis Martín Vigil. Imagino que intentando ayudar a sus alumnos a encontrar el verdadero camino en la adolescencia y para que no cayéramos en las numerosas pruebas que el diablo nos ponía, la señorita nos leía, solo si habíamos sido buenos, en la última hora de clase este maravilloso libro. Ahora les leería “3 metros sobre el cielo” o algo así, pero en el año 1981 todavía se creía que la adolescencia más que una etapa de la vida era una peligrosa travesía del desierto llena de drogas, sexo y sobre todo malas compañías. Porque, para las monjas, todos los que íbamos a su colegio éramos buenos y estábamos destinados a salvarnos. Nuestras faltas, bajezas o errores siempre eran culpa de las malas influencias, es decir de los demás, sobre todo si iban a las escuelas públicas. Al igual que en el libro solo las malas compañías eran las causantes de que casi rozásemos el infierno. Éramos seres limpios y puros que en un momento dado nos juntábamos con gente que no era de nuestro estilo y corríamos el riesgo de pecar. A propósito de esto, aun recuerdo una llamada de dirección a mi y a dos compañeras más, cuyo nombre no daré por respeto, para recordarnos el peligro de andar con chicos no convenientes. Teníamos doce años y nuestra única falta era que los chicos malos de las escuelas nos venían a ver al salir de clase. Yo no entendía nada, tanto mi hermana mayor como mi hermano habían ido a las escuelas publicas, sacaban buenas notas y nunca había visto en ellos nada raro.
Otra famosísima hermana a la que guardo cierto cariño, vista con los ojos de un adulto, me doy cuenta de que no estaba capacitada para dar clases a niños. Sus nervios, su falta de objetividad y ojeriza hacia ciertos alumnos me parece que ahora mismo sería un grave obstáculo para ejercer la docencia. Nadie que haya ido a las monjas se podrá olvidar de sus ataques de ira, cuando movía la mesa de aquel al que le tocaba el turno hasta hacer caer todo por los suelos e incluso tirar de la silla al pobre desgraciado al que pillaba ojeriza. Esos ataques de ira y violencia extrema contra algún alumno que no se sabía la lección o no entendía algo de lo que ella explicaba serían hoy objeto de mil denuncias, tendría mil expedientes sancionadores y habría salido ya en Telecinco.
Pero si el recuerdo de las anteriores profesoras pasará sin pena ni gloria, no puedo dejar de recordar a la flamante nueva directora del colegio allá por los años 80. Me la he reservado para el final, es mi preferida: la hermana Maria Pilar Lumbreras. Una monja de Borja (donde teníamos la suerte de ir de excursión para que ella saludara a sus familiares, faltaban todavía décadas para la chapucilla del Ecce Homo) de baja estatura, perfecto cutis y redondos ojos azules que desprendía vitalidad y alegría por donde pasaba. Doctor Jekyll y Mr. Hyde. Pasaba de una sonrisa resplandeciente a hinchársele la vena y movérsele la toga cada vez que se tocaba el tema tabú: “los socialistas”. Mi curso fue el primero que se perdió los famosos ejercicios espirituales por coincidir con las elecciones generales de 1982 en las que el PSOE, con el “malvado” de Felipe González a la cabeza, iba a ganar con mayoría absoluta. La hermana Maria Pilar Lumbreras nos advirtió que era mejor no moverse de casa porque esa noche podría haber revueltas y no quería arriesgarse. Meses antes también fue divertido ver la cara que tenía al día siguiente del golpe del 23-F o las arengas acerca de la LODE y de que si ganaban los socialistas nos cerrarían el colegio y tendríamos que ir a dar clase con los pupitres a la plaza del pueblo. Nos daba clases de matemáticas, pésimamente todo hay que decirlo, porque a ella en realidad no le interesaban ni las sumas ni las restas sino la correcta educación nacionalcatólica.
También guardo muy buenos recuerdos de algunos profesores del colegio, como mi querida señorita Berta en 1º de EGB, un oasis de normalidad en mitad de tanta hipocresía. Gracias por simplemente haberme dado clases. Otro grato recuerdo son las clases de Lengua y Literatura de don Miguel con su sempiterno contenido y significado. Por lo menos no se metía en temas de buenas costumbres y solo quería transmitirnos amor por los libros y la literatura. Nos obligaba a leer los premios Nobel del momento y nos recomendaba la lectura de excelentes libros que me hicieron pasar muy buenos momentos.
Cuando ahora se meten tanto con la actual educación y las nuevas generaciones, a mi siempre me vienen a la cabeza todo lo que acabo de contar y pienso que los profesores de mis hijos, que van a una escuela pública, son infinitamente mejores que toda aquella caterva de gente extraña, la mayoría de los cuales no pasaría ahora mismo ni un solo examen ya no académico sino psicológico. Muchos de mis profesores impartían clase con el único aval que les daba llevar hábito. Todos los docentes actuales, y más en la educación pública, poseen una preparación y una motivación que, salvo excepciones, les lleva a consultar con los padres las cosas que afectan a los hijos, a explicarnos qué es lo que ocurre en las clases.
A mis cuarenta años me he enterado por fin de para qué sirven las famosas AMPAS , tan denostadas y temidas por su capacidad de decisión. La verdad es que da miedo pensar que los padres podamos llegar a preocuparnos por los contenidos que se imparten a nuestros hijos o que simplemente queramos decidir sobre las actividades extraescolares o sobre las excursiones que van a realizar. Contra la cantinela oficial de que los padres solo queremos aparcar a nuestros hijos en el colegio y que nos molesta que nos llamen de dirección para informarnos sobre ellos, también existen padres a los que les gusta hacer un seguimiento de los contenidos, mantener un dialogo inteligente con los profesores y asumir una función que realmente nos pertenece. Da miedo pensar que el monopolio de la educación nacional pueda cambiar de manos. Si controlar los contenidos de los libros de texto no fuera tan importante en España ya hace tiempo que tendríamos una ley de educación consensuada y sobre todo duradera, pero es lo que yo digo: crear mentes libres y bienpensantes da mucho miedo.
Mariluz Cirac Febas